Paréntesis modernista o ligero ensayo sobre el modernismo
"Paréntesis modernista o ligero ensayo sobre el modernismo"
En medio a la general confusión individualista, contradictoria y anárquica del arte moderno, se pueden, a mi modo de ver, descubrir y determinar, como caracteres de lo que se ha venido llamando modernismo en arte y literatura, dos tendencias predominantes y constantes que, siempre en harmonía, discurren por cauces fraternales y paralelos, cuando no se entrelazan y confunden, hasta quedar las dos, en un principio separadas y distintas, convertidas en una sola.
Una de ellas es la tendencia a volver a la naturaleza, a las primitivas fuentes naturales, tendencia que no es propia del solo modernismo, como no lo ha sido ni lo es de ningún especial movimiento y escuela de arte, porque es causa primera y patrimonio de todas las revoluciones artísticas fecundas. Taine señala esa tendencia cuando, al hablarnos de los jóvenes de cuerpo y espíritus sanos que pasan por los diálogos de Platón, encuentra en ellos al hombre primitivo, no desligado todavía de sus hermanos inferiores las otras criaturas, risueño y sencillo como el agua, hacia el cual nos volvemos con amor cada vez que nuestra civilización nos cansa y nos perturba con los delirios de su fiebre.
En vez de jóvenes de Platón, o de la antigüedad, o de hombre primitivo, digamos la naturaleza, y con esta oscura y perenne tendencia a volver a la naturaleza y a la vida, comenzaremos a penetrar el misterio de las más felices renovaciones del arte.
En la reacción de los Primitivos contra el arte bizantino, vence este anhelo de remontar a las límpidas fuentes primordiales, de volver a contemplar la naturaleza con claros ojos infantiles, después de haberla visto falseada por los temores milenarios y las visiones de la vida ascética, falseada y hasta reemplazada por la sombra de aquellos negros y monstruosos Cristos de rígidos brazos interminables, cuya tétrica silueta se ve pesando todavía sobre el arte espontaneo, fresco y divino del Giotto.
A través de los castos mármoles helenos, hermanos de las almas que discurren por los diálogos de Platón, el arte del Renacimiento volvió a la naturaleza y a la vida. Pero en vez de sostener la unidad originaria de la tendencia a que dio patentísimo relieve y remate, el Renacimiento consagró la exclusiva soberanía de la forma, como sucede en ciertas madonas rafaelescas de belleza casi rústica, a expensas del candoroso elemento espiritual que, a modo de interno lirio de luz, florece en las creaciones de los Primitivos y de los grandes artistas del quattrocento.
Si hubo alguna vez un impulso que nada ocultase de morboso, un buen impulso o deseo de convalecencia precursor de la salud, fue aquel de los pintores modernos llamados prerrafaelistas que se hurtaron a la férula pseudo-clásico, para volver a la infantil edad prerrafaélica, adivinando con perspicua intuición, en los pintores de esa edad, almas ingenuas, transparentes y puras, bañadas en los propios manantiales de la vida. La naturaleza hablaba sin esfuerzo al través de estas almas, como sin obstáculos de extraña mediación, y cada palabra suya arraigaba y se vestía de eterna primavera. Sin embargo, si se acercó de una parte a la naturaleza, al rejuvenecer y reencender su ideal de la pintura en el arte juvenil de los Primitivos, de otra parte el prerrafaelismo incipiente, creyendo tal vez afirmar la benéfica tendencia de su origen, tuvo éxito contrario, y más bien se alejó de la naturaleza, cuando quiso reproducir en el paisaje los más mínimos particulares de la piedra, del arbusto y de la hoja. Su nimiedad pueril de los pormenores fue semejante al error del naturalismo literario que, en su escrúpulo histórico del dato, del documento o del hecho, llegó a confundir la naturaleza con el detalle, e imaginó, con sólo un cúmulo de vanos detalles, representar el movimiento de la vida. Al cabo la pintura, con los últimos prerrafaelistas, como también la literatura después de varios tanteos o ismos, desde el simbolismo remoto a los naturismos recientes, en su doble reacción contra el falso naturalismo y contra el dogmatismo científico imperante, se libertaron del error, y pudieron, limpias de toda mancha, regresar a la naturaleza, cuando entrevieron que la naturaleza está, más bien que en el detalle o en el hacinamiento de innúmeros detalles, en la ingenuidad y la sencillez, caracteres que por sí solos harían del modernismo un perfecto renuevo del clasicismo puro, a no ser aquel otro carácter de intensidad impreso al arte modernista por la violencia de vida de nuestra alma contemporánea, ansiosa y compleja. En este concepto modernista del arte, un detalle solo, interpretado con sobrias líneas harmoniosas que expresen el triple carácter de sencillez, ingenuidad e intensidad, puede, como una flor la primavera, compendiar toda la esencia de la vida.Y si a la intensidad propia de nuestra vida de hoy, si a la sencillez y la ingenuidad reconquistadas por la tendencia a volver a la naturaleza, agregamos los caracteres de la tendencia paralela o hermana, que es una indisputable tendencia mística, tendremos todos los rasgos principales del modernismo verdadero, o si se quiere del modernismo como algunos lo entendemos y amamos, tal como balbucea y canta en el verso de Verlaine, tal como surge con voz cristalina de surgente en la prosa de Maeterlinck, tal como enguirnalda con lirios de candor la santa y dulce gloria de Genoveva en los frescos de Puvis de Chavannes.
Las dos tendencias, la tendencia a volver a la naturaleza y la tendencia al misticismo, aparecen juntas en las épocas de feliz renovación del arte y del sentimiento religioso. Puede la simultánea aparición comprobarse en la historia, desde el punto mismo en que el arte alboreó con albura de mármoles bajo el cielo ateniense: En tanto que, a la luz del Ática, la naturaleza canta en el casto coro impecable de los mármoles, muchos de los mitos que estos mármoles representan, hallan su intérprete cabal en el verbo contemporáneo de Platón, el único de los antiguos filósofos a quien se ajusta sin violencia nuestro moderno concepto del místico.
El mismo suave consorcio de esencia mística y de amor a las cosas naturales más frescas e ingenuas, como son las flores, los pájaros y los nifios, embalsama la vida de Jesús, de acuerdo con su obra, ya ésta la consideremos revolucionaria de la religión y la moral hebreas, ya apenas veamos en Jesús al poeta, y sólo estudiemos el Evangelio como nuevo canon de poesía a la serena luz desapasionada del arte.
Pero nunca se manifestó el doble y simultáneo impulso con tanta limpieza y vigor, como durante aquella larga primavera de religión y de arte que empezó en el siglo trece, cuando el viejo espíritu del Evangelio reapareció restaurado y coronado en la vida pura de Francisco de Asís. La religión degenerada, corrompida y moribunda, se libró de la muerte, porque la azucena de Asís rescató los pecados de la púrpura guerrera y orgiástica de Roma. La tétrica pesadilla bizantina huyo al mismo tiempo del arte, con sus fealdades y monstruos atormentados de rigideces, ante el nuevo y fuerte soplo de vida. Cuando las florecitas del Santo rompieron a perfumar los corazones, fue como si sólo entonces los artistas empezaran a ver las otras criaturas y las cosas naturales, porque todo el arte de esa época guarda la infantil expresión de aquellos ángeles de Carpaccio que, a los pies de la Madona y desde el vago balcón de las nubes, abren los ojos llenos de cándida maravilla sobre el espectáculo de la tierra.
Del universal amor del Santo por todas las cosas y criaturas, nace una especie de misticismo panteísta, o más bien de panteísmo lleno de unción místico-religiosa, con que el arte sorprende la esencia de la Vida. Apenas el arte encuentra un puro anhelo místico dentro del más puro y ferviente amor de la naturaleza, cuando la vida se deshace en rosas y linos inmaculados bajo las manos del Giotto, casi inconscientes y rústicas. Los frescos ingenuos, donde con ingenuo pincel nos cuenta el Giotto la vida serena del Santo, son en el arte de la pintura la lilial anunciación de la vida. Desde ese momento, a las repugnante representaciones bizantinas del hombre, suceden más reales y nobles representaciones humanas. Ya Jesús no es el Cristo monstruoso cuyos largos brazos repugnan en vez de atraer, y amenazan en vez de bendecir: es un Jesús en harmonía con la dulzura y el candor del Evangelio, el jardinero del más fresco jardín en que apacentaron su espíritu los hombres, jardinero ideal a cuyos pasos la tierra se cubre de margaritas y lirios, como el Jesús vestido de jardinero que el Beato Angélico nos pintó apareciéndose a Magdalena en un fresco minúsculo del convento de San Marco.
El nuevo Jesús prepara y empieza en la pintura un tipo nuevo de belleza que tendrá su expresión insuperable en el Jesús maravilloso del Vinci. Y, paralelamente al tipo del Jesús, nace, y luego va perfeccionándose en la obra de los artistas, el tipo de la Madona, que más tarde vaciarán en molde único Bernardino Luini, Correggio y Rafael.
Alrededor de esos nobles tipos, y como su acompañamiento más harmónico, se agita y vive un coro de criaturas leves y graciosas, que ponen la sonrisa de la naturaleza en el tímido ensayo primero del paisaje. De hojas, frutos y pájaros, el Ghirlandajo teje las guirnaldas con que él circunscribe y atenúa la trágica expectación de la última Cena; detrás de una de sus Madonas, alza el primer Bellini un árbol, en cuya copa se complace con tan extrema nimiedad infantil, que se la podría suponer la más nítida y acabada copa de cedro, si el pensamiento del pintor no hubiera sido, como es probable, hacer de ella una ingenua evocación de catedrales y basílicas, por su redondez categórica de cúpula; y suave y rápidamente, a partir de la visión cuasi beatífica del Giotto, ahondándose en la perspectiva del Ghirlandajo, dilatándose por praderas en flor como la pradera de margaritas del Angélico, el paisaje va creciendo y afirmándose, hasta que, lleno de harmonía, de aire y luz, rompe a reír con gentil desenfado ante los triunfos de la muerte, en el bíblico paisaje semitropical con que Benozzo Gozzoli alegra y enciende los muros del Campo santo de Pisa.
A la natural progresión de la doble tendencia en el segundo Renacimiento, corresponde una ascensión progresiva y luminosa del arte. Mientras la tendencia a volver a la naturaleza va, refinándose, a cumplirse en la perfección de la forma, la tendencia mística va, depurándose, a un misticismo lleno de gracia y fineza, como es al decir de Pater el misticismo de Leonardo, misticismo que ha perdido su religiosidad, si lo estimamos con el criterio de las religiones positivas, pero haciéndose religioso en otro sentido más universal y profundo. Leonardo lo extrae de sí propio y del alma de la naturaleza, y luego lo esparce por la faz de su obra, y como si fuese el alma de la obra, en la luz de una sonrisa. Es la misma sonrisa que a través de toda la obra de Leonardo, como la luz del día hasta su triunfo en la más alta cima del oriente, va progresando y subiendo a florecer en la sonrisa de la Gioconda. Es la misma sonrisa de los lagos y de los mares, la sonrisa ambigua que nuestro miedo ha calumniado de traidora, convirtiéndola en un símbolo de la perfidia, cuando sería lo justo hacer de ella la poética cifra de nuestra ignorancia, o lo que de ella hizo Leonardo, y es en definitiva igual cosa: la artística enunciación del eterno misterio.
Hasta aquí las dos tendencias marcharon siempre en equilibrio, sosteniendo al arte en su divina ascensión; pero, deshecho este equilibrio, todavía durante el segundo Renacimiento, cuando una de las tendencias prospero a expensas de la hermana, y la exclusiva predominancia de la forma retrajo el misticismo a lo accesorio, a la superficie, a las vanas representaciones formales del asunto, se inició la decadencia del arte, inmediatamente visible en la tercera manera y en los discípulos de Rafael.
Iguales vicisitudes y evolución muestran las dos tendencias en el arte literario. En la literatura clásica española, acusada por los mismos españoles de árida y seca, de indiferente a la gracia de las cosas naturales, el más puro amor a la naturaleza coincidio con la mágica florescencia de la Mística. Nunca el sentimiento amoroso de la naturaleza alcanzó tan suave y honda ternura como en el Símbolo de la Fe de Luis de Granada. Tan sincera y cálida es la ternura de amor que empapa con sangre de poesía las páginas del Símbolo de la Fe, que cerca de este libro, y a pesar de sus muchos defectos que son los errores de la ciencia de su edad, resultan afectados, pálidos y fríos, todos cuantos libros engendró más tarde el entusiasta amor de la naturaleza, después del advenimiento de Juan Jacobo. Enfadoso y pedantesco parece y es el Genio del Cristianismo, cuando se ha platicado con la araña y la abeja y todas las criaturas en el huerto de candores de Fray Luis de Granada.
La trascendental revolución filosófico-literaria de Rousseau, que según los críticos dio puesto al paisaje de la literatura, se distingue precisamente por la tendencia a volver a la naturaleza, y por la tendencia al vuelo místico, pues el amor a la vida y a las cosas naturales andaba siempre, en Rousseau y en su doctrina, aliado a cierto deísmo religioso, al que no faltó para volar con alas de misticismo puro sino olvidar todo resabio protestante de Ginebra.
Después de quedar por largo espacio divorciadas u ocultas, las dos tendencias han vuelto a reaparecer claras y acordes en el arte modernista.
Modernismo en literatura y arte no significa ninguna determinada escuela de arte o literatura. Se trata de un movimiento espiritual muy hondo a que involuntariamente obedecieron y obedecen artistas y escritores de escuelas desemejantes. De orígenes diversos, los creadores del modernismo lo fueron con sólo dejarse llevar, ya en una de sus obras, ya en todas ellas, por ese movimiento espiritual profundo.
Anunciado por la pintura de los prerrafaelistas ingleses en su reacción contra el pseudoclasicismo, el arte modernista se delineó y afirmó cuando simbolistas y decadentes reaccionaron con doble reacción en literatura contra el naturalismo ilusorio y contra el cientificismo dogmático. Naturalmente, los primeros observadores no se percataron del movimiento profundo, sino de su fenómeno revelador, de su manifestación más aparente y externa, que fue una fresca esplendidez primaveral del estilo. De ahí que haya quienes vean todavía en el modernismo algo superficial, una simple cuestión de estilo, ya sea una modalidad nueva de éste como quieren algunos, ya sea una verdadera manía del estilismo, como grotescamente se expresan los autores incapaces de estilo, que es como si dijéramos los eunucos del arte. En realidad sí hubo y hay una cuestión de estilo, y hasta una completa evolución del estilo, si sólo tenemos en cuenta el modernismo español y quitamos a esta última palabra su limitación peninsular, para volverla a su debida amplitud, suficiente a contener toda la raza repartida por España y América. En tal sentido es de observar, y bueno es decirlo porque muchos afectan desconocerlo, cómo se dio el caso de una especie de inversa conquista en que las nuevas carabelas, partiendo de las antiguas colonias, aproaron las costas de España. De los libros recién llegados por entonces de América, la crítica militante peninsular decía que estaban, aunque asaz bien pergeñados, enfermos de la manía modernista. Semejante expresión, equivalente de la otra ya apuntada o manía del estilismo, se reprodujo varias veces en España, bajo la pluma de un conocido profesional de las letras.
Pero esta evolución del estilo, digna de estudiarse en el modernismo español, puede tenerse por vana contingencia cuando se estudia el modernismo en general y su alma profunda, nutrida, por dos corrientes incontrastables, una de las cuales da al estilo su ingenuidad y sencillez, mientras la otra le da savia y fuerza místicas.
Misticismo en literatura no siempre es, aunque lo sea algunas veces, misticismo religioso. Pero si el misticismo literario no siempre es religioso en el concepto religioso corriente, nunca es, como pretende el sabio de la especie mental de Nordau, el modo de ver de la ignorancia y la manía, es decir un modo de ver nebuloso, inconexo y confuso. Misticismo es, al contrario, clara visión espiritual de las cosas y los seres.
Oh, señor licenciado, y cuanto huelgo de ver su reverendo personaje; que soy amigo de hombres virtuosos y que sepan el alma de las cosas...
Así dice el fingido loco, protagonista de Los locos de Valencia de Lope de Vega, al médico de la casa de orates. En realidad no es el médico, no es el sabio, sino el poeta o el artista quien sabe el alma de las cosas. Cuanto más alto el poeta o el artista, es tanto mayor la fuerza de adivinación con que él penetra el alma de los seres, y aun el alma de las cosas en apariencia inanimadas. Y misticismo literario es la evidente revelación, en literatura, de esa fuerza por cuya virtud el poeta sabe descubrir, extraer, y en serena belleza representarnos, lo que hay de espiritual en el hombre y en su obra, o en la planta y en su flor, o en el más humilde ser y en su destino.
Después de las grandes épocas místicas, desde la Italia de Francisco de Asís, desde los tiempos de Ruysbroeck el Admirable y del misticismo español, no, habla cuajado el misticismo tan abundante y florida cosecha como esta vez, en la cima de la literatura contemporánea. Comienza con Ruskin y Pater a encender los ojos miopes de la crítica. En filosofía estalla con insólita fuerza: En muchas páginas de Die Fröhliche Wissenschaft, en la divina crueldad formidable del sobrehombre, bajo los rasgos de Zarathustra, y en toda la obra nietzscheana se encierra un poderoso misticismo, que sólo aparenta oponerse, porque es idéntico en el fondo, al misticismo que pudiéramos apellidar platónico de Carlyle. En poesía ensaya todas las actitudes y formas: Ya es religioso, pero invertido, como el inverso misticismo satánico de Baudelaire; ya es un misticismo ingenua e infantilmente religioso, como el del verso verlainiano; ya, por último, es un misticismo exento de religiosa limitación, desinteresado por completo, como el misticismo de Maeterlinck. Pintoresco y gracioso en los poemas de Dante-Gabriel Rossetti, en los que apenas continúa el misticismo naciente y exterior de la primera pintura prerrafaelista, sigue siendo exterior desde el punto de vista literario, si bien desde otro punto de vista ya lo es menos, bajo los trascendentales empeños de revolución social en lbsen, y de renovación evangélica en Tolstoi, hasta hacerse más hondo y medular, a medida se desinteresa en absoluto, como en el claro misticismo del gran poeta belga.
Tal vez no existe una sola obra fuerte en la literatura de hoy, donde no se pueda rastrear por lo menos una vaga influencia mística. Aun aquellos grandes escritores menos inclinados por su naturaleza al misticismo, han tenido o tienen un momento místico en su obra. En las Vírgenes de las Rocas vivió su momento místico D'Annunzio, y este momento místico de su obra, por lógica inflexible y secreta, coincidió con la cumbre de su arte. Y así como D'Annunzio antes de hacer su obra de vanidad en Il Fuoco, después de su obra de vanidad Oscar Wilde vivió un momento místico supremo en su final De Profundis. Digo momento místico supremo, porque este momento místico de Oscar Wilde recogió en sí toda la esencia de un largo momento histórico. Además de ser el sincero y hondo grito que es, como pocos ha exhalado jamás el corazón humano, el De Profundis tiene dentro del arte modernista, por su intensidad, casta belleza y penetración, el carácter de un evangelio. Nunca fue más clara y perfecta la visión mística del arte y de la vida. Ni tampoco nunca se expresó con más fuerza la pura aspiración mística del poeta y del hombre: The Mystical in Art, the Mystical in Life, the Mystical in Nature.
Aunque haya todo un grupo de escritores dignos de citarse, no citaré sino a dos maestros, para decir cómo surge la aspiración mística en la más moderna literatura española:
En Rubén Darío empieza, con poemas como El reino interior de Prosas profanas, recordando el suave y delicioso misticismo de ciertas pinturas prerrafaelistas. Luego cobra aquel perfume y frescor de espontaneidad que esparcen algunos de los Cantos de Vida y Esperanza del maestro.
En la prosa noble se manifiesta con ímpetu de revelación bajo la pluma de Valle-Inclán. Sin pararnos a hurgar la tersa filiación mística del estilo de esta prosa, hallaremos en la Sonata de Primavera toda una primavera de místicos perfumes. En esta Sonata, el misticismo, unas veces tierno y puro como el corazón de las vírgenes que encantan el jardín señorial con la flor tempranera de sus gracias y la música suave de sus nombres, pasa a ser otras veces un tanto baudelairiano o diabólico, y entonces encarna en el destino protervo que, alrededor de una de esas vírgenes, hermanas de las Vírgenes de D'Annunzio, va describiendo y cerrando su ronda maldita. Libre de reminiscencias d'annunzianas, y a pesar de cierto dejo de ironía y de la infatuación donjuanesca, un aliento místico más puro llena la incomparable Sonata de Otoño.
Tales prosas y poemas, y otros muchos poemas y prosas cuya sola enumeración ya sería muy larga, aúnan a la sencillez y la ingenuidad, caracteres de la vuelta a la naturaleza, por lo menos un vago anhelo místico. A nuestros ojos comparecen en la escena del Arte, semejantes a las vírgenes que se revelan a Santa Oria en los versos candorosos del candoroso Gonzalo de Berceo: Todas tres llevan en la diestra, como en sedoso y albo nido, sendas palomas blancas: y mientras posan en la tierra los pies, todas, con movimiento unánime, tienden sus diestras al cielo, como para hacérselo propicio con la cándida ofrenda pascual de sus palomas.