Pancho Sales el verdugo

Tradiciones peruanas: Segunda serie (1893)
de Ricardo Palma
Pancho Sales el verdugo


Crónica de la época del virrey-bailío

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-¡Cómo, señor cronista! ¿También tiene usted tela que cortar en el ejecutor de altas obras, como llaman los franceses al verdugo? -Sí, lectores míos. En un siglo en que Enrique Sansón ha escrito la historia de su familia, y con ella la de los señores de París desde 1684 hasta 1847, no sé por qué no ha de salir a la plaza la del último pobre diablo que ejerció entre nosotros tan sangriento oficio. Más feliz y adelantado en esto que la vieja Europa, el Perú abolió el cargo de verdugo titular con el postrer grano de pólvora quemado en el campo de Ayacucho.


Al caer de la tarde del día 24 de enero del año 1795 recorrían las calles de Lima algunos jóvenes, pertenecientes a familias aristocráticas, precedidos de un esclavo vestido de librea. El traje de los jóvenes era casaca de terciopelo negro con botones de oro, sombrero de puntas, calzón corto, medias de seda, de las llamadas de privilegio, atadas con cintas de Guamanga, y zapato de hebilla con piedras finas. Así lucíanse bien torneadas pantorrillas, que hoy harían la desesperación de ciertos personajes, que pasarán al panteón de la historia por lo famoso en ellos de esa prenda corporal. Cruzaba el pecho de los jóvenes, sobre camisa de pechuguilla encarrujada, una banda de riquísima cinta de aguas, donde, bordada en letras de oro, se leía la palabra Caridad.

El esclavo que acompañaba a cada socio de esa humanitaria cofradía iba con la cabeza descubierta, llevando en una mano una salvilla o fuente de plata, y en la otra una campanilla del mismo metal, que hacía sonar de rato en rato, pronunciando en clamoroso y pausado acento estas palabras: «¡Hagan bien para hacer bien por el alma de los que van a ajusticiar!».

Y las encopetadas damas, a quienes caía en gracia más el aspecto del galán postulante que el motivo de la demanda, echaban un reluciente escudo de oro en el azafate, o por lo menos un peso duro, y la gentuza, por no desairar al niño que era el pedigüeño, depositaba también la ofrenda de un real o de una columnaria.

La limosna que en oportunidad tal recogían los hermanos de Caridad se empleaba en alimentar opíparamente al reo durante las cuarenta y ocho horas de capilla, satisfacer sus antojos, hacerle un decente funeral y, si sobraba algún dinerillo, en misas y sufragios. Además, de esta limosna se entregaban a la víctima cuatro pesos, la que humildemente los pasaba a manos del verdugo como precio del cáñamo destinado a ponerle el pescuezo en condición de no usar otra corbata.

El cargo de verdugo en Lima estaba miserablemente rentado; pues sus emolumentos se reducían a diez pesos al mes, valor del arrendamiento de un cajón de Ribera, cuyo número evitamos designar por no traer desazones y escrúpulos a su actual locatario y que, si pelecha, diga la murmuración que en la heredad del verdugo se encontró un pedazo de cuerda de ahorcado, receta infalible para hacer fortuna.

Cinco eran los reos que en esa tarde se hallaban en capilla para ser ajusticiados al siguiente día. Cuatro de ellos eran zarcillos que la horca hacía tiempo reclamaba; pues tenían en la conciencia el fardo de algunas muertes, hechas con alevosía y en despoblado, amén de no pocos robos y otros crímenes de entidad. El quinto era un negro esclavo, mocetón de veinte años, zanquilargo y recio de lomos, fuerte como un roble y feo como el pecado mortal. Habiéndose insolentado un día con sus amos, éstos lo mandaron, por vía de corrección, al amasijo de la panadería de Santa Ana, cuyo mayordomo gozaba de neroniana reputación. Hacía trabajar a los infelices esclavos que por su cuenta caían, con grillete al pie, medio desnudos y descargándoles sobre las espaldas tan furibundos rebencazos que dejaban impresos en ellas anchos y sanguinolentos surcos.

Cuando el insubordinado negro recibió el primer agasajo en las posaderas, se volvió hacia el mayordomo y le dijo: «No dé usted tan fuerte, D. Merejo, y ¡cuenta conmigo, que mi genio no es de los muy aguantadores!». Pero D. Hermenegildo, que así se llamaba el mayordomo, y que era hombre acostumbrado a despreciar amenazas, le duplicó la ración de látigo; y, sea por tirria o por congraciarse con los amos del negro, no dejaba pasar día sin arrimarle una felpa. Ya porque amasaba de prisa, ya porque era remolón, ello es que ni frío ni caliente contentaba a D. Merejo.

Una noche llegó el esclavo a desesperarse, y en un abrir y cerrar de ojos, lanzándose sobre el mostrador donde lucía el cuchillo con que don Hermenegildo acostumbraba cortar hogazas, lo hundió hasta el mango en el pecho del mayordomo.

D. Hermenegildo era español y de muchos compadrazgos en Lima. Su muerte fue muy sentida y extremada la indignación pública contra el asesino. Pancho Sales, que tal era el nombre de éste, no encontró valedores, y fue condenado a morir en la horca en compañía de los cuatro bandidos.

A las siete de la noche la calle de la Pescadería estaba tan repleta de gente que, como se dice, no había donde echar un grano de trigo. Era la hora en que la comunidad de los padres dominicos, trayendo el estandarte de San Pedro Armengol, debía venir a la capilla de la cárcel de corte y cantar los credos a los sentenciados, quienes, según costumbre, tenían que oír el canto llano tendidos sobre unas bayetas negras. Para asistir a esa especie de funeral anticipado y contemplar de cerca a los desventurados reos, llovían los empeños a los oidores y cabildantes, y las más lindas muchachas eran las más afanosas por oír los fatídicos credos. Pero aquella noche se quedaron con los crespos hechos, y dadas las diez, tuvieron que retirarse de la capilla con el avinagrado gesto de quien va al teatro y se encuentra con que no hay función por enfermedad de la dama o del tenor.

Los dominicos no se presentaron en la cárcel, y no faltó quien murmurase por lo bajo que esto era burlarse del respetable público.

La verdad era que la ejecución se aplazaba porque acababa de morir Grano de Oro, importantísimo personaje cuyo fallecimiento bastaba para entorpecer la marcha de la justicia.

-Pero, señor, ¿quién es Grano de Oro? ¡Yo exijo que me presente usted a Grano de Oro! ¡Yo quiero conocer a Grano de Oro! ¡Que me traigan a Grano de Oro! - Calma, lectores míos, que un cronista no es saco de nueces para vaciarse de golpe, y como quien toma aliento, conviene abrir aquí un paréntesis para borronear un par de carillas sobre historia.


Bajo tristes auspicios entró en Lima el 25 de marzo de 1790 el excelentísimo Sr. bailío D. frey Francisco Gil de Taboada, Lemus y Villamarín, natural de Galicia, caballero gran cruz de la sagrada religión de San Juan, comendador del puente Orvigo, del Consejo de su majestad y teniente general de la real armada. El pueblo se hallaba dolorosamente impresionado porque en la noche del lunes 22 de marzo un horroroso incendio había destruido la iglesia parroquial de Santa Ana, cuya reedificación se terminó en los primeros años de este siglo.

Humeantes aún los escombros del templo, mal podían los ánimos estar bien dispuestos para agasajar al nuevo virrey, que acababa de servir igual cargo en Nueva Granada.

La administración del bailío Gil y Lemus, trigésimo quinto virrey, fue fecundísima en bienes para el Perú. El comercio prosperó infinito, pues en sus cinco años de mando la importación alcanzó a veintinueve millones y la exportación subió a treinta y dos millones.

El vecindario de Lima envió a España en diversos donativos voluntarios (?) crecidas sumas para hacer la guerra a los terroristas de la república francesa, y los galeones llevaron para el real tesoro más de cinco millones de pesos.

Gil y Lemus mandó practicar un escrupuloso censo de Lima, que dio por resultado contarse en el área que circundaban las murallas 52.627 habitantes distribuidos en 3.941 casas.

Pero la mejor página del gobierno de este virrey la forma el entusiasta apoyo que prestó a las letras. En 1.º de octubre de 1792 salía a luz bajo el título de Diario erudito la primera hoja de este carácter que hemos tenido, y poco tiempo después se fundaba el famoso Mercurio peruano. En 1793 D. Hipólito Unanue, costeando el Estado la impresión, daba a la estampa la Guía de forasteros, que continuó en los años siguientes, libros llenos de curiosos datos, muy apreciados hoy por los que nos consagramos al estudio de los tiempos coloniales. El poeta de las adivinanzas, D. Esteban de Terralla y Landa, colaboraba activamente en el Diario de Lima; y el padre Diego Cisneros (que dio su nombre a la calle llamada hoy del padre Jerónimo), ilustradísimo sacerdote español, desterrado de Madrid por lo avanzado de sus ideas políticas, daba a conocer en un pequeño círculo de amigos íntimos las obras de los enciclopedistas. El padre jeronimita sembraba la semilla que un cuarto de siglo más tarde dio por fruto la República. Los padres Narciso Girval y Barceló y Manuel Sobreviela, evangélicos misioneros, enviaron al Mercurio peruano notables descripciones y mapas importantes de las montañas. En nuestra época son, estos trabajos consultados con avidez, siempre que se pone en el tapete alguna cuestión de límites.

Llamado por Carlos IV, Gil y Lemus abandonó Lima el 2 de octubre de 1796, habiendo pocos meses antes entregado el mando a O'Higgins. Llegado a España, lo nombró el rey ministro de Estado, creemos que en el ramo de Marina, y murió en 1810, muy pesaroso por haber sido uno de los miembros de la regencia que contribuyó a que Napoleón dominase en la metrópoli.


Grano de Oro era un negrito casi enano, regordete y patizambo, gran bebedor e insigne guitarrista. Habiendo en cierta ocasión sorprendido a su coima en flagrante gatuperio, cortó por lo sano, plantando a la hembra y al rival tan limpias puñaladas que no tuvieron tiempo para decir ni Jesús, que es bueno. La justicia lo puso entre la espada y la pared, obligándolo a escoger entre la horca y el empleo de verdugo, vacante a la sazón. Grano de Oro, que tenía mucha ley a su pescuezo, aceptó el empleo. Pero el pícaro no lo desempeñaba en conciencia, sino perramente; pues desde que se le anunciaba que había racimo que colgar y que fuese alistando los chismes del oficio, se entregaba a una crápula tan estupenda que, llegado el momento de ejercer sus altas funciones, no había sujeto, es decir, verdugo. Los pobres reos sufrían con él un prolongado ahorcamiento, una agonía espantosa. Grano de Oro carecía de destreza para hacer un buen nudo escurridizo y nunca daba con garbo y oportunidad la pescozada. La Audiencia vivía descontenta con él, y si no procuraba reemplazarlo era porque el destino nada tenía de prebenda codiciable.

En la mañana del 23 de enero un alguacil avisó por superior encargo a Grano de Oro que el 25, a las once del día, tendría que apretar la nuez a cinco pájaros de cuenta. Nunca se las había visto más gordas en ocho años que contaba de verdugo, y lo extraordinario del caso lo comprometía a que fuese también extraordinaria la bebendurria. Y fuelo tanto que, como el buen artillero al pie del cañón, Grano de Oro cayó redondo y para más no levantarse al pie de una botija de guarapo.

La repentina muerte del verdugo trajo gran agitación entre los golillas. No había quien quisiese reemplazarlo, y los reos llevaban trazas de pudrirse en la cárcel. Por fin, sus señorías resolvieron, como último expediente, ver si alguno de los condenados consentía en ajusticiar a sus compañeros y salvar la vida aceptando como titular el aperreado cargo.

Por su parte, los cinco criminales, que tenían noticia de los atrenzos en que se hallaban los jueces, se juramentaron un día en misa, a tiempo que el sacerdote levantaba la sagrada Hostia, para rechazar la propuesta. «Así -pensaban- no encontrando la justicia sustituto para el difunto Grano de Oro y no pudiendo darse el gusto de verlos hacer zapatetas en el vacío, tendría que conmutarles la pena de muerte con la de presidio en Chagres o Valdivia. Lo que importa por el momento -se dijeron- es salvar el número uno; que en cuanto a la libertad, demos tiempo al tiempo y Dios proveerá».

Al cabo un alcalde del crimen, acompañado de escribanos y corchetes, llegó a la prisión e hizo la propuesta a cuatro de los condenados, que contestaron como aquel enemigo del matrimonio a quien junto al cadalso le prometieron perdón, con tal de que se casase con una muchacha, y dijo al verdugo: «¡Arre, hermano, que renguea!». El muy bellaco era de paladar delicado. Los sentenciados respondieron rotundamente: «La disyuntiva es tal, señor alcalde, que preferimos la ene de palo».

Desesperanzado el alcalde ante la negativa de los cuatro avezados criminales, más por llenar la fórmula que porque aguardase favorable acogida, dirigió la palabra al último de los reos, que era precisamente el iniciador de la idea de juramentarse en presencia de la Hostia consagrada. Pero hecha la pregunta, se le oyó con general sorpresa decir:

-Compañeros: cada uno de ustedes debe tres muertes por lo menos y debía estar ahorcado tres veces. Yo sólo una vez he tenido mala mano, y esa miseria es pecado venial que se perdona con agua bendita. Como ustedes ven, el partido no es igual, y por lo tanto, acepto la propuesta.


Desde 1824 Pancho Sales quedó cesante; pues le fue retirada la pensión de diez pesos que recibía por el cajón de Ribera. Hasta su muerte, después de 1840, habitó una tienda con gran corral, inmediata a la conocida huerta de Presa en la parroquia de San Lázaro. Desde que los insurgentes, como llamó siempre a los patriotas, lo destituyeron de su elevado empleo, Pancho Sales ganaba la vida tejiendo cestos de caña y alquilando a las empresas de la plaza de Acho una jauría de perros bravos que hacían maravillas lidiando con los toros de Retes y Bujama. Todavía en la administración Salaverry, Pancho Sales, ya no como verdugo, sino por amor al arte, se prestaba a vendar los ojos a los que iban a ser fusilados.

Pancho Sales murió leal a la causa española, y asegurando que a la, larga el rey nuestro amo había de reivindicar sus derechos y ponerles las peras a cuarto a los ingratos rebeldes. El pobre verdugo resollaba por la herida y aun diz que anduvo tomando lenguas para ver si podía entablar ante los tribunales querella de despojo. En los últimos años de su vida se apoderó de él remordimiento por el perjurio que había cometido para entrar en carrera, tomó por confesor a un religioso descalzo, vistió de jerga, y espichó tan devotamente como cumple a un buen cristiano.