Pago Chico/Capítulo XXII
Capítulo XXII
Cierta noche, poco antes de unas elecciones, el Club del Progreso estaba muy concurrido y animado.
En las dos mesas de billar, la de carambola y la de casino, se hacían partidas de cuatro, con numerosa y dicharachera barra. Las mesitas de juego estaban rodeadas de aficionados al truco, al mus y al siete y medio, sin que en un extremo del salón faltaran los infalibles franceses, con el vicecónsul Petitjean a la cabeza, engolfados en su sempiterna partida de «manille».
El grupo más interesante era, en la primera mesita del salón, frente a la puerta de la sala de billares, el que formaban el intendente Luna, presidente del Concejo, varios concejales y el diputado Cisneros, de visita en Pago Chico para preparar las susodichas elecciones. Entregábanse a un animado truco de seis, conversadísimo, cuyos lances eran a cada paso motivo de griterías, risotadas, palabrotas con pretensiones de chistes y vivos comentarios de los mirones que, en círculo alrededor, trataban más de hacerse ver por el diputado que de seguir los incidentes de la brava partida.
Junto a ellos, sentado en un sillón, con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, acariciándose la bota, abrazándola casi, el comisario Barraba con el chambergo echado sobre las cejas y dejándole en sombra la mitad de la cara achinada, ancha y corta, de ralo y duro bigote negro, hablaba ora con los jugadores, ora con los mirones, lanzando frasecitas cortas y terminantes como cuadra a tan omnímoda autoridad.
Descontentos no había en el club más que tres o cuatro: Tortorano, Troncoso y Pedrín Pulci a caza de noticias, cuya tibieza les permitía andar por donde se les diera la real gana.
Los tres se hallaban cerca de la mesa del intendente y el diputado, podían oír lo que en ella se decía, y hasta replicar de vez en cuando -aunque con moderación naturalmente-, al comisario Barraba.
Alguien habló de las elecciones próximas y de las respectivas probabilidades de cada candidato.
-¡Qué eleciones ni que eleciones! -exclamo Tortorano encogiéndose de hombros-. Nosotros nunca hemos tenido eleciones de veras, y no las tendremos jamás!...
-La libertad de sufragio... -agregó Troncoso sarcásticamente.
Pero el comisario, echando hacia atrás la cabeza, tanto que casi dejaba ver el dedo de frente descubierto entre el chambergo y las cejas, lo interrumpió:
-¿Qué dice amigo? ¿Qué no v'haber libertá?
-¡Vaya comisario, nunca ha habido! -objetó Tortorano sonriendo.
-Sería una novedad muy grande -afirmó Troncoso retorciéndose el bigote con aire convencido.
-¡Y s'imagina, entonces, que y o estoy aquí p'a quitarles la libertá a los ciudadanos? ¿Y que yo, comisario, lo h'e permitir?
El diputado, el intendente y demás jugadores de la oligárquica mesa, levantaron la vista sorprendidos. El ruido disminuyó de pronto en el salón, como si los concurrentes se quedaran a la espectativa de un acontecimiento trascendental. Pedrín fue acercándose más al comisario...
-No digo eso - murmuró Troncoso mirando al suelo y preguntándose interiormente dónde iría a parar el hombre encargado en Pago Chico de asegurar el éxito de una candidatura dada, con exclusión total de la otra.
¿Se habría convertido de la noche a la mañana, después de tantas arbitrariedades y persecuciones?
-Ya tampoco digo que usted les quite la libertad. ¡No faltaba más!
Tortorano se encogió de hombros otra vez y se puso a armar un cigarrillo negro. Troncoso miró al comisario para ver si hablaba de veras. Pedrín, aunque no tuviera nada de cándido, intervino con una ingenuidad:
-Me alegro mucho de haberl'óido -dijo-. Yo ya estaba por no ir a las eleciones. Pero desde que usté garante la libertá...
- ¡La garanto, canejo! ¡Ya lo creo que la garanto!
El diputado Cisneros se incorporó en su silla, casi resuelto a llamar al orden al extraviado y demagogo funcionario policial. Las demás autoridades estaban, al oír semejantes despropósitos, que no sabían lo que les pasaba.
-Pues si es así... -prosiguió Pedrín-, lo que es yo, el domingo no faltaré en el atrio p'a votar por don Vicente.
Pero no había acabado de decirlo cuando el comisario estaba ya parado, de un salto tan violento y repentino que ni siquiera le dio tiempo para soltarse la bota. Y así en un pie:
-¡Pare la trilla que una yegua si ha mancau! -gritó- ¿Qué es lo que dice, amiguito?
-Que ya que usté garante l'eleción v'y a sufragar por los cívicos... nada más.
-¡Dios lo libre y lo guarde! ¡Cómo de orinarse en la cama!
-¿Pero no dice que habrá libertá de votar?
-Sí, para todos; pero libertá, libertá de votar por el candidato del gobierno!...
Un gran suspiro de satisfacción compuesto de seis suspiros particulares se exhaló del truco oficial.
Y el ruido volvió entonces, más alegre y estrepitoso que nunca...