Pago Chico/Capítulo IX

Capítulo IX

Para barrabasadas...


¡Cuánta serenata y qué golpear de puertas! Pago Chico está «desatado» y mientras en el club los patricios hacen destapar mucho vino espumante y un poco de champaña, entre risas, dicharachos y brindis, de las trastiendas de los almacenes y de los despachos de bebidas salen cantos broncos y desafinados en que se distingue algún «te l'o detto tante volte»... o acompasadas y estrepitosas vociferaciones de «morra», como martillazos secos, o la algarabía de alguna disputa nacida entre oleadas de carlón.

Por las calles vagan grupos de obreros con acordeón y guitarra, y de jóvenes calaveras, al uso pagochiquense, que repican los Hamadores, se cuelgan de las campanillas, hacen ronga-catonga alrededor de algún infeliz que se retira tropezando, medio chispo, y producen tal alboroto que parecen legión cuando son apenas un puñado.

Éstos se divierten apedreando las ventanas del Juez de Paz -sabiéndolo, en el Club- guarecidos tras de la tapia de un terreno baldío; aquéllos han atado un tarro de petróleo a la cola del perro de Silvestre, y allá va el pobre animal como una exhalación hasta el confín del pueblo, despertando a las supersticiosas comadres de los ranchos que se santiguan aterradas; los de más allá, inspirados por el hijo de Bermúdez, mozo «diablo» cuya viveza es legendaria, han puesto en práctica la genial idea de descolgar el letrero de Madama Chomblant, la partera -cuadro que representa una mujer de palo, vestida de hojalata, sacando un feto rojo de un rábano recortado en forma de rosa-, y colgarlo en la puerta del cura, que echará pestes sin saber a quién debe tal bromazo.

Al Club del Progreso, con motivo de tan magna fiesta, han acudido tirios y troyanos a pesar de las terribles disenciones. Hay armisticio, y el mismo comisario Barraba se ha dignado hacer acto de presencia -muy campechano- y codearse breves momentos con la oposición.

El Club está momentáneamente en poder de los opositores. El caso es que las cuestiones políticas le hicieron mucho daño, y la división estuvo a punto de provocar su clausura, porque nadie pagaba la cuota mensual -sobre todo entre los oficialistas, vulgo «carneros»-, y la falta de fondos no ha permitido dar una tertulia, como en años anteriores...

Esto no puede impedir, sin embargo, que la gente se divierta.

En efecto, apenas dan las doce campanadas, saludadas con sendas copas de vino (muchos no pueden realizar la proeza, por falta de estómago o por falta de cobres), y apenas el licor empieza su marcha ascendente, hacia las alturas del cráneo, Mussio se sienta al piano y la emprende con un vals saltado que pone en movimiento a los más jaranistas y bailarines. No hay mujeres, naturalmente.

-¡Pan con pan comida de bobos! -exclama con sarcasmo Viera, el director de «La Pampa».

Pero después de un par de brindis suplementarios, él también se enlaza con Silvestre, y es de ver a los dos, dando vueltas vertiginosas y llevándose por delante los muebles enfundados del salón, las sillas, el piano, los consocios mismos.

El piano chilla, ladra, maúlla, se queja; saltan como pistoletazos los tapones del vino espumante; un espectador lleva atronadoramente el compás con los pies, el bastón, las patas de la silla, otro tararea el vals a destiempo; el de más allá reclama un poco de silencio para lanzar un brindis de circunstancias; los jugadores de billar se asoman a la puerta que comunica con la sala de juego, risueños y enrojecidos, con el taco en la mano; los mozos y el capataz corren de un lado a otro, y en las ventanas de la calle aparece «vichando» con curiosidad y estupor, algún transeúnte retardado a quien sorprende aquella inusitada barahúnda y que mañana desprestigiará a «todo lo mejor de Pago Chico», entregado así a la más escandalosa y abyecta orgía.

El de los brindis llega por fin a hacerse escuchar, y apenas concluye sus votos de prosperidad, dicha y bienandanza con un «año nuevo vida nueva», lleno de modernismo, estalla la más formidable cencerrada que orejas pagochiquenses hayan oído jamás. El orador, mohíno, se desliza hacia el «buffet» para reponerse del mal rato, mientras los demás continúan cacareando, ladrando, maullando, rebuznando o echando los pulmones en alguna otra forma original.

En esto, como si la empujara el pampero en persona, ábrese de par en par la puerta del Club y entra desalado el oficial de policía Benito Mendoza, produciendo en los presentes, hasta en los más entusiasmados, la impresión acongojada de que acaba de ocurrir algo muy grave, alguna desgracia, algún cataclismo...

Como por encanto reina en el Club entero un silencio pavoroso.

-¡Señor comisario! -dice el oficial en voz baja, acercándose a Barraba-: El río Chico está desbordándose y amenaza inundar el pueblo. ¿Qué se hace?

Barraba ahoga una interjección de las suyas, parece meditar un segundo, y luego grita, perentoriamente y con voz de trueno, como un general que toma disposiciones en el momento decisivo de la batalla:

-¡Arme el piquete! ¡Vaya a paso de trote! ¡Mándeme el caballo! ¡Yo voy en seguida!

El silencio se hizo tan solemne y trágico, que todos se volvieron indignados hacia Silvestre que había oído y se sonaba ruidosamente las narices para no estallar en una carcajada.

-¡Revolución!

-¡Ataque a la comisaría!

-¡Invasión!

No se escuchaba otra cosa cuando los concurrentes comenzaron a animarse, una vez fuera el misterioso Barraba.

El boticario les dio la clave del enigma, pero no consiguió desarrugar los ceños. ¡Una inundación! ¡Canario!...

Sólo al día siguiente, cuando se vio que el Chico no salía de madre ni pensaba tal cosa, por la escasez de recursos que lo mantenía sometido a la familia, con agua apenas para regar las quintas de los prohombres oficiales, estalló del uno al otro extremo del Pago la homérica carcajada que Silvestre atajó la noche antes con el pañuelo.

El comisario había inaugurado bien el año nuevo, y por eso sigue diciéndose en nuestra tierra:

-¡Para barrabasadas, Barraba!...