Pago Chico/Capítulo IV

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Capítulo IV

El juez de paz


Ya se ha visto que también Pago Chico tenía juez de paz y que éste era entonces, desde años, D. Pedro Machado, «pichuleador» enriquecido en el comercio con los indios, y a quien la política había llamado tarde y mal.

-¡A la vejez viruela! -decía Silvestre.

Y para desaguisados nadie semejante al juez aquel, famoso en su partido y en los limítrofes, por una sentencia salomónica que no sabemos cómo contar porque pasa de castaño obscuro.

Ello es que un mozo del Pago, corralero por más señas, tuvo amores con una chinita de las de enagua almidonada y pañolón de seda, linda moza, pero menor y sujeta aún al dominio de la madre, una vieja criolla de muy malas pulgas que consideraba a su hija como una máquina de lavar, acomodar, coser, cocinar y cebar mate, puesta a sus órdenes por la divina providencia.

Demás está decir que se opuso a los amores de Rufina y Eusebio, como quien se opone a que lo corten por la mitad, y tanto hizo y tanto dijo para perder al muchacho en el concepto de la niña... que ésta huyó un día con él sin que nadie supiera adónde.

Desesperación de misia Clara, greñas por el aire, pataleos y pataletas...

El vecindario en masa, alarmado por sus berridos, acudió al rancho, la roció con Agua Florida, la hizo ponerse rodajas de papas en las sienes, y por si el disgusto había dañado los riñones, la comadre Cándida, gran conocedora de males y remedios, le dio unos mates de cepa caballo...

Luego comenzó el rosario de los consuelos, de las lamentaciones y de los consejos más o menos viables.

-¡Será como ha'e ser misia Clara! ¡Hay que tener pacencia!... ¡Si es de lái háe golver!

-¡Usebio es un buen gaucho y no la v'a dejar! -observaba un consejero del sexo masculino, que atribuía muy poca importancia al hecho.

Pero misia Clara no quería entender razones, ni aceptar consejos, ni tener paciencia.

Petrona era la encarnación de todas sus comodidades, la sostenedora de su ociosidad, el pretexto y el medio de pasarse las horas muertas en la más plácida de las haraganerías. Ausente la joven, acabábanse la holganza, la platita para los vicios, ganada con la aguja, el vestido de zaraza lavado y planchado los domingos, las sabrosas achuras que Eusebio solía llevar del matadero para no ser tan mal recibido como de costumbre...

-¡No!¡No me digan más! ¡No se lo h'e perdonar! -Y se desataba en dicterios para su hija y el raptor, con palabras de tinte tan subido, que no debe consignarse ni un pálido reflejo de ellas, so pena de ir más allá de la incorrección. Era una fiera, un energúmeno, una tempestad de blasfemias y de maldiciones, como si el infierno que la aguardaba cuando tuviera que hacerlo todo por sus manos, se hubiera condensado y quintaesenciado en su interior.

-¡Ya verán! ¡Ya verán! ¡M'he quejar a la autoridá!...

Por más veleidades de rebelión que tenga el campesino nuestro, por más independiente que parezca, la autoridad es un poder incontrastable para él. Los largos años de sujeción y de persecución, desde el contingente hasta las elecciones actuales, con todas sus perrerías, le «han hecho el pliegue» y sólo otros tantos años de libertad permitirán que comience a desaparecer su fe en esa providencia chingada.

Fue, pues, misia Clara a quejarse a D. Pedro Machado.

Un cuarto de paredes blanqueadas, sin más adorno que el retrato del gobernador, el piso de ladrillos cubierto de polvo, un armario atestado de papeles, una mesa llena de legajos, un banco largo, cuatro sillas y dos sillones, una para el juez, otro para el secretario; todo eso era el Juzgado de Paz de Pago Chico y la sala del trono de D. Pedro Machado.

Este digno personaje estaba en pleno funcionamiento, y el alguacil apostado junto a la puerta sólo dejaba pasar a los querellantes, a medida que D. Pedro lo indicaba, después de las decisiones del caso.

-¡Hoy he estado evacuando todo el día! -solía exclamar el funcionario cuando abundaban las causas.

Misia Clara aguardó impaciente su vez, en la puerta de calle, secándose de rato en rato una lágrima de ira que brotaba quizá con la higiénica intención de lavarle las arrugas: vana empresa. La espera fue larga, pues todo Pago Chico estaba en pleito o buscaba la ocasión de estarlo. D. Pedro sentenciaba con una rapidez pasmosa.

-A ver, vos, ¿qué querés?

-Señor, venía porque Suárez me debe cincuenta pesos de pasto y hace dos meses que...

-¡Bueno!... Andá decile que te pague, que digo yo... Y si no te paga, volvé que yo le haré pagar. Vos debés tener razón, porque es un tramposo...

El hombre se fue medianamente satisfecho, dando paso a otros pleitistas cuyo litigio era más complicado.

-Señor Juez, cuando yo hice la pared de mi casa que hoy es medianera con la que está edificando el señor, la Municipalidad me dio una línea sobre la calle, y como mi terreno es rectangular, tiré dos perpendiculares sobre esa línea. Pero ahora resulta que el agrimensor municipal no supo darme la línea y que la pared medianera, como ya digo, se entra en el fondo, en el terreno del señor, que me reclama las varas que le faltan. Yo, a mi vez, y antes de contestar a esa demanda, vengo a demandar a la Municipalidad por daños y perjuicios, porque me dio la línea causante de todo...

Don Pedro Machado, que lo miraba de hito en hito, interrumpiole de pronto interpelando a la parte contraria:

-¿Y usté qué dice?

-¿Yo? Lo mismo que el señor; es la verdad.

-Demandar a la Municipalidad, ¿no?... ¿Y qué sian créido?...

-Señor, yo... demando...

-¡Callate! ¡Y vayan los dos a ver si se arreglan, y pronto... que sinó les atraco una multa!

La audiencia continuó largo rato con incidentes análogos a los anteriores, hasta que entró en el despacho un gubernista de cierta significación que iba furioso contra «La Pampa», el diario opositor, salido aquellos días de toda mesura. El diario publicaba un violento artículo contra él, Simón Bernárdez, y lo trataba poco menos que de ladrón.

-Hola, Bernárdez, ¿y que lo trai por acá?

-Vengo a acusar por calunia al diario de Viera. ¡Mire lo que me dice!

Y tembloroso de rabia leyó los párrafos culminantes, interrumpido por las indignadas interjecciones de don Pedro Machado.

-¡A hijo de una tal por cual! ¡Ya verá lo que le va a pasar! ¡Es malo tentar al diablo!...

Y dirigiéndose al secretario Ernesto Villar:

-Estendé un' orden de prisión contra Viera...

-Vaya tranquilo nomás, don Simón, que aquí las va a pagar todas juntas.

Se fue Bernárdez a anunciar a sus amigos que había sonado la hora de la venganza; pero el secretario no extendió la orden de prisión.

-Sabe don Pedro, que los jueces de paz, no entienden de delitos de imprenta, y que no podemos dar curso a la acusación de Bernárdez...

-¿No?

-¡No, señor! Tiene que ir a La Plata.

Don Pedro Machado, hizo un gesto de disgusto al recibir la lección y para no menoscabar su autoridad, exclamó en tono de reprimenda:

-¡También vos!, ¿por qué no me decís?

Por fin tocó el turno a misia Clara, que entre gimoteos y suspiros contó como Eusebio le había robado la hija, y se desató en improperios contra ambos, pidiendo al juez el más tremendo de los castigos que tuviera a mano.

-¿Cuántos años tiene la muchacha?

-Diciocho, don Pedro.

-Bueno, ya sabe lo que se hace, pues.

La vieja volvió a gemir, asustada del giro que parecía tomar el asunto.

-Pero mire, señor juez, que es única hija, que yo ya estoy muy anciana y que no puedo trabajar... Si ella me falta... más vale que me cortaran un brazo... ¡Haga que güelva, señor juez, que yo le per. dono con tal de que no lo vea más a Usebio, que es de lo más canalla!...

Don Pedro permaneció impasible, armando un negro, con el papel entre el pulgar y el índice y deshaciendo el tabaco en la palma de la mano izquierda con las yemas de la derecha.

-¡Amparemé, señor -insistió la vieja-. Haga que güelva m'hija!... ¡O, de no, atraquelé una multa a ese bandido!

-Fa eso no hay multas... Si juera uso de armas -replicó sarcásticamente D. Pedro.

La otra cambió de baterías.

-¡Si usté hiciera que Usebio me pasara siquiera la carne!... ¡Estoy tan vieja y tan pobre!...

-¡Eh, qué quiere misia Clara! La vaquilloncita ya estaba en estau... y es natural.

Hubo un largo silencio. En la cara del juez retozaba una sonrisa reprimida a duras penas.

-¿Qué resuelve, qué resuelve, D. Pedro? -clamó misia Clara, desesperada y lamentable, con las arrugas más hondas y terrosas que nunca.

El insigne funcionario levantó lentamente la cabeza, y después sentenció con calma:

-¿Yo? Que sigan no más, que sigan...