la fealdad tratarla como á la peste bubónica.
A los que sólo con su figura ó su necedad golpean, hieren, maltratan, torturan, enferman, aniquilan y asesinan al viandante, reclusión hasta que demuestren que física y mentalmente son capaces de vivir en sociedad.
A los usurpadores del orgullo ajeno, pena de muerte en juicio sumario y sin apelación.
No sería difícil que por el progreso de las democracias y en bien de éstas, hubiese que restablecer en todas las repúblicas los privilegios del ciudadano romano, aunque por otras causas.
—Y mientras tanto?...—le dije al fin, como para iniciarle el regreso á la razón.
—Mientras tanto...—replicó sin vacilar; —mientras tanto haga usted lo que he resuelto hacer: No viva usted en la ciudad, ¡huya al campo: Allí no recibirá tantos ultrajes.
Allí su flúido personal no estará siempre oprimido, invadido y desgarrado por los de miles de personas en cuyas radiaciones nerviosas vuelan puñales invisibles, como en racha de agujillas de hielo emponzoñado.