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tenía yo la secreta satisfacción de ser intermediario en tan importante negocio, y acaso un placer más: el de prever que mi cardenal caminaba a un gran chasco. Escribió al rey una elegante carta, remitiéndole la de la margrave; pero quedó muy sorprendido al recibir una seca respuesta del rey, diciéndole que el secretario de Estado de Asuntos Exteriores le informaría de sus intenciones. En efecto: el abate de Bernis dictó al cardenal la respuesta para la margrave; era una negativa redonda a entrar en negociaciones. Se vió obligado a firmar el modelo de carta enviado por el abate de Bernis; me envió la triste carta, que ponía fin a todo, y a los quince días murió de pesadumbre.

Nunca he comprendido bien que uno se muera de pesar, ni cómo un ministro o un cardenal viejo, que tienen el alma tan dura, conservan, no obstante, sensibilidad suficiente para que un sinsabor pequeño los hiera de muerte: mi propósito había sido burlarme de él, mortificarle, pero no darle la muerte.

No carecía de cierta grandeza el Ministerio de Francia al rechazar la paz con el rey de Prusia; sacrificarse aún por la casa de Austria era una prueba de fidelidad y bondad; estas virtudes fueron por mucho tiempo mal recompensadas por ra fortuna.

Hannover, Brunswick y Hesse guardaron con menos fidelidad sus tratados y les fué mejor. Tenían convenido con el mariscal de Richelieu que no harían armas contra nosotros y que repasa-