rey de Francia, y además no había corregido nunca los versos del rey de Prusia. De ordinario, se respeta a las señoras aun en los horrores de la guerra; pero el consejero Smichd y el residente Freytag, al proceder por cuenta de Federico, creían halagarle arrastrando al pobre bello sexo por el fango.
Nos metieron a los dos en una hostería de mala muerte, y a la puerta colocaron doce soldados; pusieron otros cuatro en mi aposento, cuatro en el desván donde habían llevado a mi sobrina, cuatro en una bohardilla abierta a los cuatro vientos, donde hicieron acostarse a mi secretario en un montón de paja. Es verdad que mi sobrina tenía una cama pequeña; pero los cuatro soldados, con bayoneta calada, substituían a las cortinas y a las doncellas.
En vano decíamos que apelábamos ante César que el emperador había sido elegido en Francfort, que mi secretario era florentino y súbdito de su majestad imperial, que mi sobrina y yo éramos súbditos del rey cristianísimo, y que no teníamos nada que ver con el margrave de Brandeburgo; nos respondieron que el margrave tenía en Francfort más influencia que el emperador.
Doce días fuimos prisioneros de guerra, y tuvimos que pagar ciento cuarenta escudos por día.
El comerciante Schmid se había apoderado de mis equipajes, y me los devolvieron aligerados en la mitad. No se podía pagar más caro la obra de poashia del rey de Prusia. Perdí próximamente Maglie by