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trabajo; pero Federico abasaba un tanto de su prerrogativa. La sociedad tiene sus leyes, a no tratarse de la sociedad del león y la cabra. Federico faltaba de continuo a la primera ley de toda sociedad, que es no decir cosas desagradables a nadie. Muchas veces preguntaba a su chambelán Pollnitz si no estaba dispuesto a cambiar de religión por cuarta vez, y ofrecía pagar cien escudos al contado por su conversión. "Por Dios, querido Pollnitz—le decía otras veces, he olvidado el nombre de aquella persona a quien robásteis en La Haya, vendiéndole por buena plata falsa; refrescadme la memoria, os lo ruego." Lo mismo trataba, sobre poco más o menos, al pobre De Argens. Sin embargo, estas dos víctimas se quedaron. Pollnitz, por haberse comido todos sus bienes, veíase obligado a devorar tales enormidades para vivir; no tenía otro pan; De Argens no poseía en el mundo más bienes que sus Cartas judías y su mujer, llamada Cochois, cómica de provincias, bastante mala, y tan fea, que no ganaba nada en ningún oficio, aunque ejerció varios. En cuanto a Maupertuis, tuvo la mala ocurrencia de colocar su dinero en Berlín, sin pensar que es preferible tener cien pistolas en un país libre, a mil en uno despótico, y no le quedaba más recurso que soportar los grillos que se había forjado.

Al salir de aquel palacio de Alcina, fuí a pasar un mes con la señora duquesa de Sajonia—Gotha, la mejor princesa de la tierra, la más dulce, la