tad. Pocos escritores proceden así. La mayor parte son pobres; la pobreza enerva el ánimo; un filósofo en la corte cae en igual esclavitud que el primer dignatario palatino. Comprendí cuán desagradable había de ser mi independencia a un rey más absoluto que el Gran Turco. En el interior de su casa, el rey era muy agradable, lo confieso. Protegía a Maupertuis, y se burlaba de él como de nadie. Se puso a escribir en contră suya, y me envió el manucrito a mi aposento por uno de los ministros de sus placeres secretos, llamado Marwitz; ridiculizó mucho el agujero hasta el centro de la tierra, el método de curar con un barniz de resina, el viaje al polo austral, la ciudad latina y la cobardía de la Academia, que soportó el tíránico proceder contra el pobre Koenig.
Pero como su lema era: No hay más ruido que ei que yo hago, mandó quemar todos los escritos sobre este asunto, excepto su obra.
Renuncié a cuanto me había dado: orden, llave de chambelán y pensiones; entonces hizo cuanto pudo para retenerme, y yo cuanto pude para dejarle. Me devolvió la cruz y la llave, y se empeñó en que cenase con él; hice, pues, una nueva cena de Damocles; después me marché, con promesa de volver, pero con el firme propósito de no verle más en mi vida.
De manera que en muy poco tiempo nos egcapamos cuatro: Chasot, Darget, Algarotti y yo.
En efecto, no se le podía aguantar. Ya se sabe que con los reyes siempre se ha de pasar algún Digle