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sus escritos; no hubo seducción ni lisonja que no empleara para hacerme ir a su lado.

¿Quién resiste a un rey victorioso, poeta, músico y filósofo y que, al parecer, me quería? Yo también creí quererle. En suma, en junio de 1750 tomé de nuevo el camino de Postdam. No fué mejor recibido Astolfo en el palacio de Alcina.

Vivir alojado en las habitaciones que ocupó el mariscal de Sajonia, tener a mi disposición a los cocineros del rey cuando quería comer en mi aposento, y a sus cocheros cuando quería pasearme, eran los favores más pequeños que recibía.

Las cenas eran muy agradables. No sé si me engaño: me parece que en ellas se derrochaba el ingenio. El rey lo tenía, y era diestro en realzar el de los demás; lo más extraordinario es que nunca he asistido a otras comidas tan libres. Trabajaba dos horas diarias con su majestad; corregía todas sus obras, alabando mucho, sin falta, lo bueno que había en ellas, al borrar lo que no valia nada. De todo le daba razón por escrito; así nacieron una retórica y una poética para su uso; sacó partido de ellas, y su genio le sirvió aún mejor que mis lecciones. No tenía que hacer cumplidos ni visitas, ni funciones que llenar. Llevaba yo una vida independiente, y no concebía otra más agradable.

Alcina Federico, viéndome ya un poco trastorrado, redobló sus pociones mágicas para acabar de embriagarme. La última seducción fué una carta que me mandó desde su aposento al mío.

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