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Semejante idea, que en su posición hubiera podido parecer quimérica, se fundaba en que la habían llevado a menudo a las cacerías del rey en el bosque de Sénart. Tournehem, amante de su madre, tenía una casa de campo en las inmediaciones. La mujer de Etiole se paseaba en una calesa muy bonita. El rey se fijaba en ella, y con frecuencia le regalaba algún corzo. La madro no cesaba de decirle a su hija que era más guapa que la duquesa de Chateauroux, y el vejete de Tournebem exclamaba muchas veces: "Hay que confesar que esta muchacha es un bocado regio." En fin, así que tuvo al rey en sus brazos, me dijo que creía firmemente en el destino; tenía razón. En 1746, pasé unos cuantos meses con ella en Etiole, estando el rey en la campañia de aquel año.

Esto me valió unas recompensas nunca otorgadas hasta entonces a mis obras ni a mis servicios. Me encontraron digno de ser uno de los cuarenta inútiles miembros de la Academia. Fuf nombrado historiógrafo de Francia; el rey me hizo merced de una plaza de gentilhombre ordirario de cámara. Deduje que para progresar la más mínimo era mejor decir cuatro frases a la querida de un rey que escribir cien volúmenes.

Así que pareció sonreírme la fortuna, todos los ingenios de París, mis colegas, se desencadenaron en contra mía, con la animosidad y el encarnizamiento que pudieran sentir contra un usurpador de recompensas por ellos merecidas.

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