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oro macizo. Los grandes dignatarios se presentaban entonces, pero fuera de tales ocasiones no se los veía.

Después de comer íbamos a la Opera, a la gran sala de trescientos pies de largo, edificada, sin valerse de arquitectos, por uno de sus chambelanes, llamado Knobelsdorff. El rey tenía a sueldo a los mejores cantantes, a los mejores bailarines.

Entonces bailaba en su teatro la Barberina, que se casó después con el hijo del canciller. Por orden del rey, unos soldados raptaron a la bailarina en Venecia, y, pasando por la propia Viena, la llevaron a Berlín. Estaba un poco enamorado de ella, porque tenía piernas de hombre. Lo incomprensible es que la pagase treinta y dos mil libras de sueldo. Su poeta italiano, a quien hacía poner en verso las óperas planeadas por él, sólo tenía mil doscientas libras de emolumentos; verdad es que era muy feo y no bailaba. En una palabra, la Barberina cobraba por sí sola más que tres ministros de Estado juntos. En cuanto al poeta italiano, se pagó un día por mano propia. Descosió unos galones de oro viejo que adornaban una capilla del primer rey de Prusia. El rey, como no frecuentaba ninguna, dijo que no salía perdiendo nada. Además, acababa de escribir una disertación en favor de los ladrones, impresa en las compilaciones de su academia; y no juzgó oportuno aquella vez destruír sus escritos con sus hechos.

Esa clemencia no alcanzaba a los militares. Había en las prisiones de Spandau un hidalgo viejo Digilint by