hora. Rara vez le abordaban los secretarios de Estado, los ministros titulares; alguno ha habido ccn quien no ha hablado jamás. El rey, su padre, había puesto tan en orden la Hacienda, se ejecutaba todo tan militarmente, la obediencia era tan ciega, que un país de cuatrocientas leguas se gobernaba como una abadía.
A eso de las once, el rey, con botas de montar, pasaba revista en el jardín a su regimiento de guardias; a la misma hora, todos los coroneles hacían otro tanto en todas las provincias. En el intervalo de la parada y la comida, los príncipes sus hermanos, los oficiales generales, uno o dos chambelanes, comían a su mesa, que era todo lu buena posible en un país sin caza, sin carne pasadera, sin gallinas, y donde tienen que ir a buscar el trigo a Magdeburgo.
Después de comer se retiraba solo a su gabinete y hacía versos, hasta las cinco o las seis.
Luego llegaba un joven llamado Darget, ex secretario de Valori, enviado de Francia, y le leía un rato. A las siete empezaba un concierto íntimo; el rey tocaba la flauta como un consumado artista. Los músicos ejecutaban a menudo composiciones suyas; porque no había arte que no cultivase, y no hubiera sufrido entre los griegos la mortificación que sufrió Epaminondas, al confesar que no sabía música.
Se cenaba en una salita, cuyo adorno más notable era un cuadro que su pintor de cámara, Pesne, uno de nuestros mejores coloristas, pinté Mighty by