las cortinas había una biblioteca en lugar de lecho; el rey dormía en catre de tijera sobre un colchón delgado, detrás de un biombo. Marco Aurelio y Juliano, sus dos apóstoles, los hombres más grandes del estoicismo, no dormían en peor cama.
Vestido y calzado su majestad, el estoico concedía unos instantes a la secta de Epicuro; mandaban llamar a dos o tres favoritos, tenientes de su regimiento, o pajes, o cadetillos. Tomaban café.
Aquel a quien arrojaba el pañuelo quedábase a solas con el rey medio cuarto de hora. Las cosas no llegaban nunca a los últimos extremos, ya que el príncipe, en vida de su padre, salió muy mal parado de sus amores pasajeros, y no menos mal curado. No podía desempeñar el primer papel; tenía que contentarse con los segundos.
Concluídas estas diversiones de colegiales, los asuntos de Estado ocupaban su atención. Llegaba su primer ministro, por una escalera de escape, con un grueso envoltorio de papeles debajo del brazo. El tal primer ministro era un covachuelista que vivía en el segundo piso de la casa de Fredersdorf, aquel soldado convertido en ayuda de cámara y favorito, que en tiempos pasados sirvió al rey cuando estaba preso en el castillo de Custrin. Los secretarios de Estado enviaban Eus despachos a ese escribiente del rey, y él se los presentaba extractados; el rey dictaba las respuestas marginales en dos palabras. Todos los asuntos del reino se despachaban así en una