llamado Boyer, se encargó, por deber de con ciencia, de secundar el capricho de Maurepas.
El tal Boyer corría con la provisión de beneficios; el rey le abandonaba todos los asuntos del clero; trató la cuestión mía como un caso de disciplina eclesiástica. Expuso que sería una ofensa a Dios reemplazar con un profano como yo a un cardenal. Sabía yo que esto era un manejo de Maurepas; fuí a ver a este ministro; le dije: "Una plaza de académico no es un cargo de gran importancia; pero una vez que ha sonado mi nombre, es triste verse excluído. Estáis de malas con la duquesa de Chateauroux, a quien el rey quiere bien, y con el duque de Richelieu, que la gobierna; ¿qué tienen que ver, decídmelo por favor, tales desavenencias con una modesta plaza en la Academia francesa? Os conjuro a que me respondáis francamente: en caso de que la duquesa de Chateauroux pueda, más que el señor obispo de Mirepoix, ¿os opondréis...?" Se recogió un momento, y me dijo: "Sí, y os aplastaré." El cura, al fin, pudo más que la querida. Me quedé sin un puesto que me importaba muy poco.
Recuerdo con gusto esta aventura porque descubre las pequeñeces de los llamados grandes, y señala cuánta importancia conceden a veces a las bagatelas.
Los asuntos públicos, muerto el cardenal, no iban mejor que en sus dos últimos años. La casa de Austria renacía de sus cenizas. Francia se veía acosada por ella y por Inglaterra. Nuestro