appscamente a reinar. Dejó fama de espíritu fino y amable, más que de genio, y pasó por haber conocido mejor la corte que Europa.
Tuve yo el honor de verle con frecuencia en casa de la señora mariscala de Villars, cuando sólo era obispo dimisionario de Frejus, ciudad pequeña y fea, de la que siempre se había intitulado obispo por la indignación divina, como se lee en algunas de sus cartas. Frejus fué para él como una mujer feísima, a quien repudió lo antes posible. El mariscal de Villars, ignorando que el obispo había sido por mucho tiempo amante de la mariscala, su mujer, se lo recomendó a Luis XIV para preceptor de Luis XV; de preceptor se convirtió en primer ministro, y no se prívó de contribuir al destierro del mariscal, su bienhechor. Era, ingratitud aparte, un hombre bastante bueno. Pero como no se distinguía en nada, alejaba a cuantos tenían algún don, de cualquier género que fuese.
Varios académicos quisieron que ocupara yo su vacante en la Academia francesa. Se preguntó, en la cena del rey, quién pronunciaría la oración fúnebre del cardenal en la Academia. El rey respondió que yo. Su querida, la duquesa de Chateauroux, lo deseaba; pero el conde de Maurepas, secretario de Estado, se opuso. Por pura manía se malquistaba con todas las queridas de su señor, y así le ha ido a él.
Un viejo imbécil, preceptor del Delfín, teatino en otros tiempos, después obispo de Mirepoix, VOLTAIRE. MEMORIAS-