ñor mariscal de Richelieu, en la que me anunciaba la publicación de un abultado libelo, probatorio de que su mujer me había dado una carroza muy buena y alguna cosa más, en tiempos en que el mariscal no tenía mujer. Al principio me divertía en coleccionar estas calumnias; pero se multiplicaron tanto que desistí.
Este era todo el fruto que había sacado de mis trabajos. Me consolaba fácilmente de ello, ya en el retiro de Cirey, ya entre la buena sociedad de París.
Mientras los excrementos de la literatura me hacían así la guerra, Francia guerreaba con la reina de Hungría; esta guerra no era más just que aquélla, preciso es confesarlo; porque, después de estipular, garantir y jurar solemnemente la pragmática sanción del emperador Carlos VI, y la sucesión de María Teresa en la herencia de su padre; después de adquirir la Lorena como precio de estas promesas, no parecía muy conforme al derecho de gentes faltar a tal compromiso.
El cardenal Fleury fué arrastrado más allá de lo que se proponía. No podía decir, como el rey de Prusia, que la vivacidad de su temperamento le impulsaba a tomar las armas. Aquel afortunado clérigo reinaba a la edad de ochenta y seis años, y sostenía con mano muy débil las riendas del Estado. Nos unimos al rey de Prusia cuando se apoderaba de Silesia; enviamos a Alemania dos ejércitos, mientras María Teresa no tenía ninguno.
Uno de esos ejércitos llegó a cinco leguas de VieDigest