labras: "La ambición, el interés, el deseo de que se hablase de mí pudieron más, y quedó decidida la guerra." Desde que hay conquistadores en el mundo, o almas ardientes con aspiraciones de serlo, es éste, a mi parecer, el primero que se ha hecho justicia.
Acaso ningún hombre haya percibido mejor la razón ni escuchado con más solicitud a las pasiones. Su carácter ha sido siempre una mezcla de filosofía y de desórdenes de la imaginación.
Es lástima que, al corregir yo después todas sus obras, le indujése a borrar de ellas aquel pasaje; una confesión tan rara merecía pasar a la posteridad, para mostrar el fundamento de casi todas las guerras. Nosotros, los hombres de letras, poetas, historiadores, declamadores de academia, celebramos las hazañas bélicas; y véase cómo un rey que las hace, las condena.
Estaban ya sus tropas en Silesia, cuando el ba—ón de Gotter, su ministro en Viena, hizo a Maía Teresa la incivil proposición de ceder graciosamente al rey elector, su amo, las tres cuartas partes de aquella provincia, mediante lo que el rey de Prusia prestaría a la reína tres millones de escudos, y haría emperador a su marido.
María Teresa no tenía entonces tropas, ni dinero, ni crédito; no obstante, fué inflexible. Prefirió el riesgo de perderlo todo a doblegarse ante un príncipe en quien sólo veía un vasallo de sus antepasados, y a quien el emperador, su padre, había salvado la vida. Sus generales reunieron Digilin y