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cuerpo ; la voz de las sombras espectrales y de la viviente humanidad ; el himno de las aguas y de los árboles ; todo se mezcla y confunde en acción violenta, dominada por el acento de Dios mismo... Realmente, en el poema, la divinidad profiere la última palabra. ¡ La divinidad ! Ella obra en sus profetas. El Santo Espiritu aletea sobre las cabezas pálidas y febriles, vibra en los ojos abiertos y centelleantes, sacude las al- mas elocuentes y arrebatadas. Pero el hombre se deja poseer y no ahogar : algo de su propio corazón lo emociona ; algo de su espíritu lo ele- va; y su voz guarda mucho de su voz : el vien- to del cielo, adquiere en la trompa, el timbre de su bronce.

Así, Isaías nos seduce como el mayor poeta de los varones proféticos, mientras Jeremías nos enamora por su piedad, que esparce luz en sus más amargos versículos. En éste encontramos a menudo la sublimidad de ideas, y siempre la su- blimidad del sentir. Bossuet, en páginas admi- rables, de claridad elocuente, lo presenta como la típica figura de Jesucristo. Hay analogías asombrosas, entre el profeta antiguo delante de Caifás y sus verdugos. Jeremías agoniza tam- bién, cuando percibe la maldad moral de los