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— an che. Como las almas del Ades, esa fuente pro-" duce vida en el rincón siniestro, y se atormen- ta: ¡ah! ¡el martirio de oir su propio canto y no mirarse en su cristal !

Se desearía que el sol penetrara en su trans- parencia. El Dante no imaginó el suplicio de las cosas : le bastaba vengarse de los hombres. Pensamos en el Aqueronte y en su viaje : el es- quife imprime una estela honda al embarcar en- tre los espectros un ser vivo. Las piedras, ya pulidas, en insondables espeluncas, transfor- mándose en los muros de Dite, resplandecen sangrientas al temblar con las llamas. El coro desventurado de los orgullosos habita la ciudad infernal, y sus hogueras lamen las torres. Oíd el espanto del peregrino : los condenados mal- dicen al heraldo del mundo, y el dulce Maestro parlamenta. Virgilio no consigue las llaves, y gritan las Erinnias, siervas de la reina del llan- to: «Acuda Medusa a petrificarle». Percibid la voz del Maestro : «cierra los ojos» ; mientras le toca los párpados, temiendo que sus manos no sean bastante poderosas. El ángel llega ; los de- monios huyen ; los viajeros entran, proyectan- do sus sombras en las purpúreas murallas. La respiración nos falta por más estrechas grutas.