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fatuo. Suena la voz de Mefistófeles: «Mira, Fausto, allá estoy viendo uno que fulge bastante mal. ¡ Hola, amigo ! ¿me atreveré a llamarte ? ¿A qué lucir inútilmente? Ten la bondad de alumbrarnos hasta arriba.»

En realidad, no alumbra sino hasta abajo ; parpadea inmóvil y es el último. Encendemos nuestras antorchas. Las profundidades se antojan inaccesibles. Estamos en los cimientos de la Basílica, y en la hondura maciza, como dentro de un túnel hosco, que buscase el infierno. El paisaje macabro entre las salientes que monstruosas se cierran, y las curvas que sobre otros senderos ligeras huyen, alucina, se convierte en el de Dante, y se corona, sin querer, con el triunfo del Santo Sepulcro... Las abruptas graderías no devuelven el eco de nuestros pasos. Todo resulta mudo, sordo, rígido, en el reino de la Muerte. Las antorchas alumbran los bloques ; y siluetas, movibles cual nuestro espíritu febril, palpitan vacilantes. Una enorme sombra. retrocede, enceguecida, hacia un laberinto. Pasa un lamento, casi una queja : es un murmurio que en la tiniebla pierde su alegría. Pone frescura en el calor, y las antorchas sorprenden un hilo de agua, rayo de alba, desterrado en eterna no-