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das, ponen abanicos obscuros entre blancuras marmóreas. Un velo de lluvia envuelve ramas, copas, cúpulas, arcos : el viento lo mueve, y a veces lo disipa una ráfaga violenta. Aislado, ti- rita un árbol. Es un cipro, nos dice el cawas. El versículo del Cantar de los Cantares murmu- ra en el ambiente: «Ramo de cipro entre las viñas de Engadi es para mi mi amado.»

Adelantemos. Los cubos de piedra se acercan. Al gran atrio lo rodean ligeras fuentes de ablu- ciones y graciosos quioscos de plegaria. Si vais pensando en el templo célebre, es posible que la mezquita de Omar os parezca la materiali- zación de vuestro sueño. Los Cruzados, enga- ñáronse ante su magnificencia y lo saludaron como al Santo Sepulcro. El enorme octógono levaríta su dombo gris, con brillantes mármoles, confundidos a no menos lucientes esmaltes y porcelanas.

En la puerta nos detiene un sacerdote malhu- morado. Traduce el cawas, que la proximidad, de una gran fiesta no permite el uso de las pan- tuflas. Las súplicas son vanas, y nuestros acom- pañantes se quedan, sabiamente, en torno del brasero. Nos quitamos las botinas y las medias. Nuestros pies se hielan cual si marchasen sobre