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arrebatado hijos y mujeres al enfermo. Los ser- vidores habían sido los primeros en partir, ro- bándole sus ganados. El nuevo Job, sobre su estercolero, en llaga viva, apenas miraba, con ojos enceguecidos, la ciudad desde el monte del Olivar. Y como una hermosa mujer penetrara en su casa, dió grandes gritos : «Que no se men- cione la noche de mi nacimiento entre los días del año; que obscurezcan sus tinieblas las som- bras de la muerte ; que la barra un hórrido tor- bellino de amargura. ¿Por qué no morí en las entrañas de mi madre? Ahora estaría durmien- do en el silencio, y en ese sueño lograría el re- poso.»

La mujer, dulcemente, le dijo: «Hablas co- mo hombre de la antigua ley, y te creía discípu- lo del Cristo.»

—¡ Cómo quieres que no maldiga—replicó el leproso,—si la muerte misma de Jesús fué agra- dable al lado de mi tormento !

La mujer volvió a hablar : «En el monte que habitas, el Maestro sufrió hasta sudar sangre, y Dios, compadecido, le mandó un ángel. Yo ven- go también a ti; las alas del mensajero celeste -reviven en mi espíritu. Seco tu sudor y soy sana. Soy hermosa y beso tus llagas.»VISIÓN.—6