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Ante Longino, el demudado artista, murmu- ró : «Ya lo sabes : ¡ El niño está perdido !»

—No—repuso el centurión,—tu hijo se sal- vará ; traigo la túnica de Cristo. Arrodíllate y exclama : «El Rey de los Judíos, era el hijo de Dios; la sangre y el agua de su flanco, lavan los cuerpos impuros : sólo viven los que así re- nacen.»

El improvisado catecúmeno, repitió palabra por palabra. Luego, puso al enfermo la túnica, y el niño, mirando al pintor con ojos luminosos, dulcemente expiró. El centurión, dijo: «He aquí un milagro y un bien. El ciego vió antes de morir; y sólo vió al padre que le describiera hermosamente la tierra: se va contento, sin contemplar las maldades de la vida.»

El pintor, en tanto, sintió agitarse sobre la frente de su hijo un espectro de colores. Tenía, traje de fiesta con ligereza de alas, como la ma- dre riente en el fresco.

El centurión, estupefacto, oyó a su vez, que su amigo preguntaba a una cosa invisible : «Di, ¿quién eres?» La visión replicó, desvaneciéndo- se : «Una hija del Calvario; soy la Fe.»