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de oro y dientes untados de nieve; vestiduras al óleo entre chapas de esmalte ; dan la impre- sión de un arte bárbaro. El altar, arriba, pro- sigue en vegetación inextricable de copones, custodias y cálices de aureoladas patenas. El aire centellea, casi palpable, con los espíritus coloreantes desprendidos de las formas. Cami- namos sobré espesos tapices evitando mullidos cojines. Junto al presbiterio un*quiosco, armo- nía de cedro, nácar y carey, cubre el trono del patriarca. Se pierde la sensación sagrada del templo : aquello es un palacio oriental, en que las odaliscas ofician de sacerdotes, y mezclan el incienso de los ritos al perfume de los baños.

Oratorios ocultos en los muros, revestidos de reposteros españoles y de sedas de Brusa, con divanes turcos y almadraques árabes, añaden a las decoraciones su amable misterio.

Las capillas laterales, bajo doseles de tercio- pelo de Damasco, evocan las tiendas de Cedar, entre sus labores de marfil. En una de ellas re- posa la cabeza del apóstol : el mártir nos vuel- ve al templo cristiano borrando la ilusión de cuento árabe.

Se empuja una puerta, realzada por patriar- cas, figuras en metales, de rigidez hierática. La