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gotas sacramentales, y el resplandor de las alas del Santo Espíritu.

La segunda pertenece al Sinaí. Se la mira cual el corazón transportado de la montaña. Ese corazón latía con ritmo de la tierra, cuan- do la nube del cielo envolvió la cumbre aislando al caudillo. Retumbaba el estruendo de las trom- petas de plata ; las laderas ardían cual hornos ; Moisés subió : y los acentos de Jehová se oye- ron en el seno de la nube. Prescribían el De- cálogo ; consagraban a Aarón Sumo Sacerdote ; daban la forma del Tabernáculo, y el orden de los holocaustos ; instituían el jubileo ; alababan la caridad ; anatematizaban los delitos; e in- virtiendo los elementos, sus voces, que eran el trueno, precedían al relámpago... El corazón ha cesado de latir, lejos de su cuerpo de gigan- te, y los círculos de imágenes que levanta al caer en el espíritu, se pierden en lo infinito. Desde allí las visiones tejen ese sudario invi- sible de la piedra inmóvil.

La última fué traida del Tabor. En sus face- tas lucientes, casi de espejo, nuestro rostro, di- bujado, pugna por ser más que una sombra. Siéntese un extraño placer inquieto : el alma de la imagen borrosa se concentra y vive, para