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> A En su sacristía nos muestran la espada de Go- dofredo. Las espuelas pertenecen a la época, pero se ignora, en realidad, si son las del pala- dín cristiano. El toisón es posterior. Así nos explica un amable monje. La hoja de la espa- da, en cambio, es completamente auténtica. Ella cavó la fosa de gloria en que dormía el héroe, a la sombra de la basílica. Vecino al se- pulcro del Señor se levantaba ese monumento. Los griegos, para borrar las legítimas pruebas de las aspiraciones latinas, arrasaron el mau- soleo de los reyes. Sobre el pomo de la espada se cree sentir el estremecimiento de la ruda mano, rebosante de savia ignea... Salimos de la sacristía ; la tarde, moribunda, penetra por la cúpula de la basílica. El edículo del Santo Sepulcro mira con los ojos de sus lámparas. Las llamas empiezan a agonizar sobre los acei- tes exhaustos. Aun se divisa en las tinieblas del templo ortodoxo el parchazo de las colga- duras rojas. Pasa una procesión de armenios. El patriarca luce su mitra de oro entre hálitos de incienso, y oímos a lo lejos el canto de los monjes griegos; desde la capilla franciscana avanzan rumores de órgano. Todos los hom- bres elevan el alma al expirar el día, buscan-