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ia edículo se reviste de lámparas, en donde arden, sin cesar, aceites ofrecidos por todos los países de la tierra. Así, la fachada, sin gracia, ni ma- jestad, se anima, hermoseándose al contacto de una idea. Y aun la custodian candelabros con grandes cirios, entre los cuales, dos, inmensos como mástiles, evocan la invisible nave, que tra- za en el mundo estelas de lo Infinito.

El interior se divide, en el Santo Sepulcro mismo, y en la capilla del Angel. Esta oculta su mármol en la profusión de lámparas y tiene apenas tres metros cuadrados. Sobre un pedes- tal, una caja blanca guarda veinte oentíme- tros de la piedra en que se apoyó el celeste mensajero. Recordemos el texto de San Mar- cos : «Al entrar en el sepulcro, las mujeres ad- virtieron un joven sentado a la derecha, vestido de un traje blanco, y se espantaron. El les dijo : No temáis nada; buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado : no está aquí, resucitó, he aquí el lugar donde le habían puesto.»

Para penetrar en ese lugar se pasa por entre bajos relieves : las mujeres llegan con redomas de perfumes, y los ángeles brillan bajo el vuelo de dos palomas. Hay que encorvarse : la puerta es baja y estrecha.