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buena voluntad». Mas no: otro es el grito. Esa es la alabanza de su cuna y estamos ante su losa. «El Señor ha resucitado. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» He aquí la frase justa de los mancebos a las mujeres. La madre de Santiago, y María Magdalena, preparaban mirras para embalsamarle: en el primer momento, aun sabiendo la gloria del Maestro, quizá lamentaron no verle, y no ungirle con sus aromas. Cuando al sentir humano sucedió la exaltación divina, corrieron jubilosas a contar la buena nueva... Una hermana de la Caridad, entra, se siente mal, como sobre un muerto, y se la llevan, desvanecida, del sarcófago vacío.

La conciencia vuelve a nuestro espíritu. Más allá, se dibujan túmulos de queridos despojos, y salen del Santo Sepulcro rayos de alba que, compasivos, los bañan. Construyen el puente de oro entre el cielo y la tierra. Después la piedra de Jerusalén dilata su virtud hasta el osario de los seres primitivos, cual si fuera en el mundo un cementerio el reino de la eternidad. Desaparecen los pueblos como los hombres; los siglos forman pasajero instante, para que los alumbre un sol infinito: luchas, pasiones, dolo-