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En otra nube ideal suenan las campañas de la Pascua. Campanas de inmortales auroras, campanas de inmortales rocíos, campanas que en los rocíos de esas auroras hallaron contento para espíritus irradiantes de amor. El alma evoca a los seres del lejano hogar ; y el rapto de Luis de León condensa el grito de los abuelos creyentes de nuestra vieja raza. Pero he aquí la imagen de un nuevo poeta. Sofrono, al seguir esta ruta, cantaba en el primer siglo de la Iglesia :

Tuam venustatem ex Olivarum monte Quam dulce est mirare, ô urbs divina.

¡Sí! ¡Dulce es mirar la ciudad divina desde la cumbre de la Ascensión! Allá se tiende con sus torres y sus murallas. Los montes erguidos, y el Mar Muerto acostado, se mezclan a las llanuras en círculo condulante. Las nubes blancas, abandonan las cúspides, y las siluetas delinean sus reflejos. Flota entonces en el espacio una gracia risueña, una serenidad cautivante, un enternecimiento de lo azul, al sentirse glorioso. Los muros, en tanto, oprimen a Jerusalén, impidiéndole desbordarse en el valle, y des-