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— 272 — . de Roma». Mesalina, prorrumpió : «Ave, César». El pueblo, respondió con un estallido de acla- maciones.

» Me dejaron en las puertas del circo, y marché hacia las murallas : el gentío se abría ante mi en silencio, y yo me preguntaba si por pavor o respeto. ¡Ah! el pavor. Eso inspiro cuando se me conoce. Mi báculo que, inerte, no es sino mi apoyo, tiene el don oculto de sembrar la in- quietud...»

Ashavero enmudeció, fatigado; y-sin resistir a la curiosidad, observé precisamente su bácu- lo. Entonces, con nuevo esfuerzo, se puso a de- cir: «Desde hace veinte siglos me acompaña. Cuando empezó a impelirme el anhelo fatal es- cuché gemir un pino en las cercanías de Jeru- salén. Murmuré : «¿de qué sufres?» No me res- pondió. Y encorvándose, como la espalda de un viejo, buscó en el suelo mi sqmbra. Quedé- me con la lengua paralizada, y se pusieron tur- bios mis ojos. El árbol volvió a gemir. Es, pen- sé, el viento, que aprende en el ramaje una can- ción, para ir a arrullar en las cavernas el sueño de los leones.

»El pino carecía de varios gajos ; y, semejante a los mendigos que muestran sus llagas, él