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Na cerán a Roma. Tú no existirás ya, y yo sÍ, para gozar del último oprobio.»

»Así, dije y volví los ojos a las arenas ; se oía el rumor del velarium. Corríanlo, y el cielo, es- plendente, bañaba a los muertos, sobre el im- perial tapiz de la purpúrea sangre. «Observa— murmuré ;—ese manto comienza a ser la mortaja de tu religión. ¿Y te quejas cuando, tranquilo, no verás el derrumbe, inerte en la paz del se- pulcro ?»

»El César, frenético, prorrumpió en acentos delirantes, gritos de sus entrañas, transforma- das en voz: «Mi mes, es el mes de abril. Por- que soy la primavera de la luz, lleva mi nom- bre ; porque soy el regocijo del canto, me salu- da. Quiero vivir ante un eterno sol. Traedme al Nazareno; le negaré el agua del Tíber, el agua de mis lagos, el agua del mar, el agua de mis lluvias...»

»A mi vez, violento, le interrumpí : «Pides algo imposible, pero no morirás; tu nombre será abominado por los siglos de los siglos.»

»—«Sacadle»—rugió Nerón intensamente pá- lido, cual si su sangre se coagulara. Me retorcie- ron las cuerdas; mas luego escuché a un jefe de lictores : «Ponedle en libertad, y que huya