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— 269 — en mi torno. Proseguí : «Ese profeta, condena- do por vuestro pretor, llegó hasta mi casa. Cayó bajo la cruz que arrastraba, y su sangre manchó mi dintel. Alzando los ojos, dijo : «ofréceme de tu agua». «Reo de mis sacerdotes y principes— respondí,—las mujeres de Jerusalén te la darán, yo vuelco la mía». Y al odre de mi mano lo in- cliné, y la tierra, ansiosa, tragó la última gota. Jesús abrió los labios : «Vivirás eternamente» . Me maldecía, y su voz exhalaba melancólico acento. Imaginad la irrupción de un rayo en blanca nube hecha con lana de los corderos pas- cuales. Y el acento se me quedó pegado en los oídos : mas, luego, con placer, asistí a su su- plicio : al fin, vivir siempre, no era una mala profecía. Y hoy le odio en nombre de mi angus- tia : hasta las fieras me huyen, y su respeto es la más terrible forma de la maldición impla- cable.

»—«Cómo»—prorrumpió el César, —«¿ llamas a eso maldición ?»

»—«Veo que no comprendes. Sabe que en mí todas las ansias y todos los goces de la juventud se han extinguido. No tengo pensamiento cons- ciente sino para sufrir. No amo, pues temo las separaciones. Mientras tú miras adelante, el