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modo, que la ciudad, hecha de claustros, da la impresión de un inmenso convento, Convento que reune monjes y clérigos de todas partes del mundo, y convoca peregrinaciones de todos los puntos de la tierra. A izquierda y a derecha se extienden los comercios; los obreros se sientan en cojines, entre chalanes verbosos. Rostros cobrizos, blancos, negros, brujulean en torno; y bonetes obscuros, de griegos; cabelleras en guedejas, de judios; turbantes blancos, de ismanes; verdes, de ulemas; tocas con cuernos, de beduínos; feces rojos, de turcos; tejas, de frailes; cornetas, de religiosas, forman un río mareador, sobre ropas talares de todos los colores y de todas las fantasías. Los burros y los camellos detienen a menudo el tránsito, y estalla vocinglero tumulto en que se confunden idiomas y dialectos; bruscamente se rasgan las claraboyas, y caen de lo alto hachazos de lumbre, sembrando en caras y trajes claroscuros violentos. Caminamos sin ver, sin oir, abstraldos hacia la basílica. He aquí el atrio. Nuestro guía despacha a mojicones turbas de mendigos y vendedores de recuerdos. En la puerta, soldados turcos fuman sus kailanes, graves en un diván; otros, se calientan en braseros en-