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— 264 — de danzantes orientales. Luego, miró a las vir- genes con ferocidad : el martirio de aquellos cuerpos vengaba su hermosura fatigada. Sona- ron las trompetas, Nos quitaron los cordeles : trajeron una legión de doncellas ; y fuí puesto en el centro. Mis cabellos de nieve eran el pen- dón flotante. En el anfiteatro nos distribuyeron espadas. Nadie las quiso. En cambio, se alzó un himno religioso, evocando a Jesús, que re- chazó la ayuda de las milicias celestes.

»Los mancebos, tomándose de las manos, en ciroulo, ocultaron a las compañeras hincadas. Yo, permaneciendo erguido, admiré la arrogan- te serenidad de todos. La blancura de las ro- pas de lino prestaba mayor palidez a las me- jillas exangúes. Algunos rostros semejaban a los lirios, cuando los rayos del sol, sin traspasarlos, los circundan.

»Las bestias salieron : dos leones enormes en primera línea. Las melenas en las cervices les formaban coronas capaces de desafiar los vien- tos del desierto, y sus grandes ojos tenían des- tellos de mansedumbre. Resonaban los vítores de la plebe, y tras el montículo rugieron tigres. Se antojaban discípulos del César ; eran actores y miraban al público antes de brincar elásticos.