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flotando sobre mi rostro de patriarca, mis bar- bas de Río cayendo sobre mis manos de labra- dor, y mi enorme estatura apoyándose en el báculo, iban a completar el cuadro, como cen- tro de los jóvenes mártires. Se encendieron ho- gueras ante las cruces. Lis cuerpos que, marti- rizados, hacían contorsiones, arrancaban a la multitud risas y aplausos. En el anfiteatro no se vislumbraba un solo lugar libre. Los cónsu- les se dirigían a sus sitiales : algunos plebeyos, olvidando las arenas, arrojaban miradas hostiles a los senadores. A muchos patricios se les acla- maba discretamente. La Logia Imperial osten- taba el antepecho vacío, pero en su fondo se veían los tribunos y los prefectos.

» Las vestales, cercadas de lictores, se apoya- ban en bordados tapices, y las había hermosas. A través de sus velos blancos, miraban a las vírgenes desnudas. Las guardadoras del viejo fuego, se estremecían ante las sacerdotisas del nuevo. Unfalas el lazo de la belleza juvenil, y las romanas quizá pensaban: dulce es morir por un profeta y abandonar la perenne pira de un templo que no ahuyenta el frío de nuestros corazones. Más altos, los agustiani, con sus tíÍ- picas cabelleras rizadas, perdíanse entre el po-