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los plintos, cual si todos sus rayos, en exalta- ción de gloria, convergieran a una sola llama de nieve.

»Pasó nuestro cortejo al borde de las fuentes. Los emperadores de bronce, perfilábanse ver- des bajo espumas blancas ; el sol arrebolaba la fluidez cantante, y los iris, más que por el agua, parecían creados por el murmurio, Tantos deta- lles, llenos de vida, me infundían íntimo placer al encaminarme a morir. Nos repartieron en las prisiones bajas : sentíamos el tumulto con- tinuo de la multitud. Llegó la hora (han pasado veinte siglos), y está presente en mi memoria implacable.

»Con un grupo me dejaron detrás de la barre- ra. Pude observar el circo y el espectáculo ya preparado. En un redondel, trágico, cincuenta cruces levantaban cuerpos de ancianos. Los donceles, como más vigorosos, se brindarían a laz fieras. Varias vírgenes, desnudas, aparecían supliciadas también ; así, el pueblo atacaba su pudor, y mientras discutía la calidad de sus be- llezas, las estatuas vivientes teñíanse de rosa. Comprendí al punto lo que me había salvado de la crucifixión. Aquellos bárbaros prestaban a su crueldad una estética. Mi cabellera de nieve,