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un devorante anhelo de viajar. Llevaba, como log antiguos patriarcas, mi familia. Sentía por los míos afección honda en su esencia, y robus- ta en sus formas ; profunda en su cauce y frené- tica en sus aguas. No hubiese podido abando- narlos. Cada muerte me era un desgarramien- to. Empecé a comprender lo horrible de la mal- dición nazarena. Desaparecieron mis nietos has- ta la cuarta generación : el viejo olivo emergía sobre el desastre de sus renuevos. En cada ciu- dad dejaba una tumba. Mis ojos no se obscure- "cieron como los de Jeremías : para tener llanto hubiese tenido que licuar mi corazón. Desapa- reció mi último nieto, sin descendencia, y me alegré de ello, ante la idea de un nuevo dolor. Me transformé en un árbol: mi vida, con la savia de los recuerdos, se ocultaba en la tierra. Y, sin embargo, caminar era mi ley, huyendo del tedio. Mi sombra fatal parecía por todas partes extinguir lo que tocaba ; una flor, un pá- jaro, una hierba. Y aun hoy existe, y acaba con. todo, menos con el cuerpo terrible que la pro- yecta. Resolví no buscar amigos. No querer pa- ra no sufrir : testigo inmortal, condenado en la orilla a contemplar el curso de las fúnebres co- rrientes. Odio el sol. Abomino las estrellas. Y VISIÓN. —17