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si no me acordase de ti, ¡oh, Sión santa! si no me propusiese a Jerusalén como el primer objeto de mi alegría.»

Aparece la puerta de Jaffa y rozamos la ciudadela. Al Noroeste se alza la torre que habitó el rey-poeta. La respetó Tito, y fué allí la gran batalla*de los Cruzados. A sus memorias épicas se junta la imagen idílica, en un hálito de inmortal sentimiento. El Esposo dice a la Esposa: «Tu cuello es recto y esbelto como la torre de David, ceñida de baluartes, de la cual cuelgan mil escudos, arneses todos de valientes». Y así, al tocar los sagrados muros, el Cantar de los Cantares, saluda desde la más alta cima, con el amoroso diálogo de Cristo y de su Iglesia.

Queda atrás la torre, reposando en la roca viva, un cubo de cuarenta codos, sin otro ajuste en los bloques que su propia pesadumbre. Anaqueles de naranjas y de dátiles, postas de mulas, tiendas de bebidas y kailanes, atraen una multitud riente y gesticulante.

Después de detenernos un momento en la hospedería, nos internamos en las calles, camino del Santo Sepulcro.

No hay aceras, y las bóvedas se enlazan de