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== bren de cenizas y buscan las murallas. El grito tradicional : «¡ Templo del Señor !» se escapa de su pánico. Pero ni el templo, ni Jerusalén, les ofrecerán abrigo : las casas oyen los clamores, sacudidas en sus cimientos. Las trompetas del sacrificio noveno enmudecen : el frío de su me- tal congela los labios. Lía corona de mármol del santuario se quiebra. Lios broncíneos batientes de Nicanor, que se corren al impulso de treinta brazos, se abren solos. Y el purpúreo velo, del Santo de los Santos, se rasga : .su cordero no será inmolado ; su misterio se desvanece y pe- netra triunfal el de la Víctima. En tanto, allá, en el monte, el acero hiere el divino flanco, y el agua del Bautismo se mezcla a la sangre de la Eucaristía... Como Dionisio, el Areopagita, ha- lló en el eclipse la eterna luz, el mundo verá siempre sobre la cumbre, entre sus batallas y angustias, conquistas y contradicciones, el nim- bo de la Inmortalidad.

Los peregrinos y los monjes murmuran el postrer rezo en el Gólgota. Sus dedos se estreme- cen cual persignándose realmente ante el ca- dáver de Cristo. Imagen de sus corazones que- brantados, vislúmbrase partida la roca de la