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hojas con reminiscencias de misterios y figu- ras ; el alma, como el olivar, recibe el sacudi- miento en sus propias fibras. ¡ Transforma ese rumor en palabra consolante ¡oh ráfaga del Huerto de Getsemaní, tú que oíste el gran grito humano : «el espíritu está pronto, pero la carne enferma» !

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Transcendiendo la fortaleza de David, los al- tos edificios sombríos del convento armeniano, y los patios interiores que dan luz a las escue- las, se ve el sitio de la casa de Anás. Dos ora- torios lo consagran. El primero cubre la boca de una cisterna : un vaso de estaño, atado al brocal, invita a beber. En el otro se celebran los oficios. Mayólicas de colores visten los pilares, en torno de un altar dorado. Tras de la capilla, raquíticos olivos, brotes de Getsemaní, se re- sisten a dar sombra lejos de su cuna. Junto a sus troncos hay cuatro piedras, auténticos des- pojos de la mansión del pontífice.

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Tol fué Mera del nar»: a su presencia. El suegro de Caifás no tenía ya su cargo, pero