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ante el idólatra Israel, el llanto de Jeremías ante las infidelidades de Jerusalén, fueron débiles imágenes de la tristeza del Salvador ante la abo- minación de los hombres : más ama y más su- fre; y como no puede añadir nada al exceso de su amor, de nada tampoco carece, el exceso de su amargura. Entre las ansias de la tempestad

  • de su espíritu relampaguea el silencio trágico,

y se siente al fin, como resultante, gotear la sangre.

Miramos el suelo, donde se hincó Jesús. En el Calvario asistimos a la muerte de su cuerpo mortal : en el Huerto a la crucifixión de su alma eterna. Por eso era más doloroso el martirio y el Padre mandó un ángel. El celeste mensajero recordaba las angustiás que suben en las plega- rias, y descienden consoladas, en medio de los hombres que no se cuidan del ajeno sufrir, se- mejantes a los apóstoles dormidos.

En la luz transparente, los pájaros vibran ligeros, y las flores místicas, rezan con sus per- fumes, a los rayos del sol. Todo es gozo sobre la tierra que divinizó la sangre, pero las som- bras de los olivos, simulan sombras de la noche. Al pie del árbol, que, abrigándonos con cuatro grandes ramas señala los cuatro puntos del ho-