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sus raíces. Y Jesús, antes de marchar como Dios, a la muerte, parece decir a esos senti- mientos : «Os falta una unción, pero esta vez no llamaré al Precursor» ; y entonces los bau- tizó con sus lágrimas... Por eso, peregrino que se acerca a los muros de Betania, los evoca, no los cree frutos indignos de su debilidad, y salu- da con gratitud la aldea.

Llegamos a la mansión de Lázaro. Se compo- ne de un cerco de piedra, Un enorme cacto cu- bre el muro derruido. Volvemos a pasar ante los restos de la casa de Simón. Este, quizá pa- riente de la familia, dió a Jesús un festín en aquel sitio. Marta servía, siguiendo la antigua costumbre oriental, de prestar sus servicios a los anfitriones amigos. Lázaro, el resucitado, agis- tía, y los comensales estaban ya en sus tricli- nios, cuando apareció Magdalena. Traía la an- tigua redoma del perdón, que hoy no ocultaba vergonzante ; dirigióse al Maestro, ungió su ca- beza, derramó el resto sobre sus plantas, y sus cabellos le sirvieron nuevamente de esponja de oro. Luego, rompió el vaso: nadie volvería a usarlo. La mujer lo quebraba también co- mo un símbolo de su corazón. Era llegada la hora de la suprema angustia, y, cual siempre,