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— 206 — constante, dará a su veneración infinita angus- tia.

Pasó un tiempo, y Cristo leyó en el alma de la mujer. Sintió su ternura, comprendió sus congojas, y agradeció el humano fuego purifi- cante que le ofrecía ideal nube de incienso. Des- de entonces fué su preferida. Y Magdalena abandonó el trabajo por oirle ; no vivió sino pa- ra él; y, tomando «la mejor parte», hizo de su parte una gloria, antes de concluir en la peni- tencia. Hay en el Evangelio, sobre tal predilec- ción, una página significativa.

Al disponerse a llamar a Lázaro, Jesús pre- guntó a Marta: «¿Crees esto?» Pero a María no le indica la duda. Y ella, que no ha dicho nada, cae cómo siempre a sus pies, exclaman- do: «Señor, si hubieras estado aquí, mi herma- no no hubiera muerto». El Maestro, agregó, simplemente : «¿ Dónde le pusisteis?» A la vista de; sepulcro se humedecen sus ojos. Sólo al pro- fetizar la ruina de Jerusalén, llora Dios, una vez en el Evangelio. Esas lágrimas forman así el nimbo inmortal de la familia de Betania ; y la redoma digna de encerrarlas fué el corazón de María Magdalena.

Vagamos por las calles. El sol enciende las