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cina advertimos la gruta al resplandor tamba- leante. El derviche grita: «sal afuera» ; y su acento turco parece misterioso : apaga la luz : su cueva queda en la tiniebla, y la nuestra, alum- brada. Repentinamente surje del fondo una sombra blanca. No falta sino la voz de Jesús : «desatad sus vendas y dejadle ir...» La fuerte ilusión se disipa rápida, pues criado y amo, in- juriándose, discuten el reparto de la propina. De allí nos dirigimos a casa de Simón el Le- proso.

La constituyen dos trozos de amarillenta pie- dra, expuestos al azar de la destrucción ; el uno alzándose ligero, y el otro aplastándose pesado. Varios pájaros pían alegremente en un nido de la cúspide. El azul de la atmósfera líÍmpida, en- vuelve la ruina, y la mañana apacible, pone un bienestar de gloria en la vejez de los muros.

Resucitando a Lázaro, Jesús decretaba su muerte. Lo sabía, y por eso quizá, «gimió en su ánimo y se turbó a sí mismo». Muchas interpre- taciones se han dado a la frase de San Juan. La recordada nos parece la más natural. La vuelta de Lázaro a la vida, congregó en torno del Maestro fervientes discípulos. Algunos trai- dores hablaron en Jerusalén, y los príncipes de