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bailan al son de una música, sin carácter, irri- tante en su monotonía ; los palmoteos y las ex- clamaciones nos hacen pensar en un lejano ger- men de la danza española.

En un jardín vecino, una mujer turca, que re- coge azahares, alza los ojos, nos ve, se echa el velo, y, despavorida, se refugia en su casa. Así, hasta el menor detalle, lo mismo en la compac- ta Constantinopla y en el rico Cairo, que en la despoblada y miserable Jericó, persigue como una obsesión la vida oriental impenetrable y misteriosa. Dejamos a la fugitiva y a las mu- jeres, que van a la cisterna, pues nos atrae el lejano panorama.

La cadena de Moab, envuelta en nubes ro- jas, yergue su azul sombrío en masas roqueñas, y retrocede al arroparse en los celajes. El Mar Muerto tiende su franja bajo las cúspides, y es- trujado por las bases, asalta las laderas. Las mo- leg macizas de zafiros que se evaporan en las púrpuras del espacio, no acaban ; forman un círculo de perspectivas espectrales y rodean el llano de Jericó. Luego, al tocar el lago que las separa de las de Moab, concenttan obscurida- des, y, violentamente, con un hachazo de som-