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ción nos circunda ; no se ven las montañas ; só- lo el cristal a nuestras plantas y arriba el cielo. Quisiéramos contemplar el nacer del alba y el morir del día ; asistiendo a su júbilo de cuna y a su tristeza de sepulcro, sobre esta onda cierta de la suprema resurrección. Una vez las alas níveas de la Paloma, juntaron, en su vuelo, la corriente y el firmamento. Se oyó el grito ya evocado : «He aquí mi Hijo...» El Jordán res- pondió con la agitación de ahora : ese murmullo es el desdoblamiento de la voz tonante a tra- vés de los siglos... Lo dejamos melancólico al no poder interpretarlo. El anhelo no basta, y el don en el caso debiera mostrarse casi divino. Decimos adiós a las aguas. Quedan corriendo, eternamente solitarias, y eternamente armonio- sas, tras de haber cantado en nuestro corazón, con la fe heredada de los mayores.

A la caída de la tarde, desde la azotea del hostal miramos el conjunto de chozas que, con muros de piedra, techos de paja y cercos de es- pinillos componen a Jericó. Varios chicuelos