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olivo, la frescura de las brisas y el alma de los hombres.

Turbadora tristeza se apodera del viajero: traen las sandalias el polvo de las sendas impuras; y es menester, antes de proseguir, besar el rastro de los pies divinos.

La voz del profeta, sacude, en tanto, los árboles, las aguas, los oídos y la mente:

«¡Oh! transpórtate de alegría, Hija: de Sión;
Lanza gritos de júbilo, hija de Jerusalén.
He aquí tu Rey que viene
Sobre un pollino, el pequeño de una asna.
Yo destruiré los carros de Efraín.
Y los caballos de Jerusalén,
Y los arcos de guerra serán aniquilados.
El anunciará la paz a las naciones
Y dominará desde una mar a la otra.»

La profecía necesitó diez siglos para cumplirse. Por ella, un mundo nuevo se iba a juntar a los dos antiguos, verificándose después de la entrada en Jerusalén un cambio profundo y universal en la Historia. San Justino, místicamente, saludó el asna, cual símbolo del pueblo judío, sometido al yugo de la ley y asistiendo al triunfo; y al pollino, cual emblema del paganismo, no sometido aún a la ley mosaica... Tropel de gentes se arremolinaba en torno del