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de nuestra sensibilidad, que reemplaza los impasibles peñascos. En la capilla de su centro, los griegos bautizan a sus niños, después de la Pascua. Los peregrinos, vestidos de blanco, se bañan también ; los popes entran presidiendo una procesión de antorchas. Es menester que el agua toque la garganta, y la costumbre viene desde remotos tiempos. En el siglo VI, según Antonino, erigíase en la corriente una enorme cruz, y las riberas ostentaban graderías de mármol. '

Nos alejamos internándonos en un bosque de sauces y de álamos : el río forma allí un violento remanso. Los sauces no mojan en el cristal sus verduras elegiacas ; les basta sentir en las raíces el zumo de la vida. El profeta de la voz que clamaba en el desierto, bautizando a los hijos de la Judea, lanzó su terrible apóstrofe a los fariseos: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira venidera?...» Después, dijo: «Haced penitencia. Yo, en verdad, os bautizo en agua, mas el que ha de venir en pos de mi, cuyo calzado no soy digno de llevar, os bautizará en Espíritu Santo y en fuego...» Y helo ahí al Hijo del Hombre. El Precursor trueca su cólera en dulzura: «Yo debo